Al
día de los inocentes le siguen inevitablemente otros trescientos sesenta y
cuatro días culpables y uno más en el nuevo año por nacernos bisiesto. Nada nos
salva, mucho menos aún en estas culturas nuestras marcadas por el sentimiento
atávico de la culpa, de cargar con una responsabilidad real o fabulada a fuerza
de repetidos pecados reales o fabulados. La ficción de la inocencia fue creada
de hecho por esa misma cultura para aliviar el caudal y el peso del estigma con
el que fuimos condenados primero y dominados después. No nos equivoquemos:
siempre hay un Herodes dispuesto a hacer justicia con los irredentos.
Por
eso mismo ayer llovieron inocentadas, porque la broma o la burla, según los
grados, son precisamente la forma de lastimar sin ser inculpados. Del mismo
modo que se viven las novatadas en ciertos ámbitos, a las cuales se juzga como
medios para la integración en el grupo, como métodos en suma para convertirnos
en gregarios de ese grupo y dejar atrás la inocencia subversiva. La
generalización de estas costumbres hacen mansas a las sociedades y a los
individuos, que es lo que se pretende, para que siempre aparezca alguien, un
elegido, una elegida, que nos convenza de que todos somos culpables,
indistintamente, de cuanto nos ocurre. ¿Hemos olvidado acaso lo que se nos
decía en los tiempos más agudos de la crisis? ¿En todos los tiempos, en todas
las crisis? La culpa general oscurece la infracción de quienes en verdad son
los protagonistas del delito.
Y
así nada mejor que pluralizar o que echar balones fuera a favor de parte para
eludir la falta o para hacerla recaer sobre el contrario sin más razonamientos.
Más o menos como actúan algunos generales retirados y cuantos les hacen eco sin
morderse antes la lengua. Si no obramos, si no pensamos como ellos pretenden,
no tardaremos en ser tildados una vez más como culpables y ya sabemos cuál es
la penitencia para esas culpas en términos castrenses. Razón por la cual no hay
un acto más civilizador que la disculpa.
Publicado en La Nueva Crónica, 29 diciembre 2019