Blog de Ignacio Fernández

Blog de Ignacio Fernández

domingo, 30 de septiembre de 2018

Electricidad

     Del mismo modo que las cajetillas de tabaco advierten sobre las consecuencias de su consumo, otros productos debieran incorporar así mismo sus propias admoniciones. El recibo de la luz, por ejemplo, habría de indicar que en el mejor de los casos produce calambre.

     Poco importa que un año llene el agua o no los embalses, que sople el viento o que haya calma chicha, que se cierren minas o que nos llegue como un castigo el carbón de importación, nada detiene al hacedor oscuro de esas facturas tóxicas. Lo último es el precio que se nos repercute por las emisiones contaminantes. El año pasado fue el déficit hídrico. A saber lo que sobrevendrá en el próximo. El caso es que, entre dimes y diretes, los precios de la luz siempre acaban por iluminarse al alza con deslumbrante resplandor. Porque, además, de casi nada sirve proponerse aligerar el gasto a través de un menor uso de ese bien necesario, el ahorro será ínfimo pues el grueso del pago se dedica a costes fijos del contrato, de los impuestos, del productor, del regulador, del repartidor… y así sucesivamente, hasta un sinfín de beneficiarios incontrolables, que hacen del recibo un documento en verdad inextricable.

     El extremo de todo este enredo es la pobreza energética. No habría tal, por supuesto, si no hubiera del lado contrario una riqueza energética, es decir, si alguien no se enriqueciese de forma abusiva a costa de nuestras necesidades básicas, llámense calefacción para el invierno o bombillas frente a la oscuridad. Incluso a costa de todo proceso productivo, lo cual vuelve a redundar para bien y para mal sobre los mismos bolsillos míseros o afortunados. Lógicas, en fin, del mercado y del capital. En esos procesos nos discutirán, claro, los costes laborales, pero no así los del abastecimiento eléctrico. Son amigos los que obtienen el beneficio en ello y sus sombras son nuestras sombras: hoy por ti, mañana por mí. Por eso la patronal defiende la libertad de empresas como Vestas y asegura que han cumplido la legalidad.

Publicado en La Nueva Crónica, 30 septiembre 2018

domingo, 23 de septiembre de 2018

Enfermedad

     Se va el verano y nos deja detrás una huella extensa en pueblos y ciudades por la deficiente atención sanitaria que se recibe; en particular en estos meses donde se juntan, como retos para el correcto funcionamiento del sistema, movimientos de población y vacaciones de profesionales que acaban dando al traste con todo tipo de programaciones, si las hubiera. Es un hecho circunstancial, pero es un fenómeno también estructural, como se dice ahora, pues al cabo las demandas a favor de una salud pública y privada son interminables.

     Pecados aparte de la administración del ramo, que son notables e injustificados por lo general, debería así mismo la ciudadanía preguntarse por su aportación al marasmo. No son responsabilidades equivalentes, por supuesto, pero nunca sobra algo de pensamiento sobre ese asunto. En ese contexto rescatamos las opiniones de Boris Groys, profesor de Filosofía y Teoría de los Medios de Comunicación, quien afirma lo siguiente: “el valor fundamental de las sociedades capitalistas es la salud. Si se ve hoy el amor con bueno ojos, y ya no es esa tragedia que contaban los románticos, es porque han comprobado que practicarlo es saludable, que hacer el amor reduce el estrés o cosas por el estilo. También en Estados Unidos se considera que es bueno pensar una media hora al día porque ha habido estudios que han demostrado que se trata de una actividad que, siempre que no se abuse, genera unos procesos químicos que son provechosos para la buena salud. No hay otra opción para disentir que reivindicar la infelicidad, la enfermedad, el fracaso, la ruina”.

     Lo que Groys nos dice es que no todo es sano en materia de salud. Y que también nosotros, potenciales o reales enfermos, acabamos asumiendo pautas y tendencias cocinadas por terceros, a los que poco o nada interesa realmente nuestro estado. De ahí a clamar por la revolución a través de la enfermedad, como sugiere Boris, hay un trecho. Pero pensar en ello, según él indica, no hace ningún daño. Todo lo contrario.

Publicado en La Nueva Crónica, 23 septiembre 2018

domingo, 16 de septiembre de 2018

Títulos

     Cincuenta años después de aquello, conviene recordar que una de las reclamaciones exitosas del mayo francés fue que los “hijos de los obreros” alcanzasen la Universidad. Esto es, que ese espacio feudal y elitista abriera sus puertas y en lo posible universalizara su acceso. Ocurrió así hasta en España, que ya es decir, en parte gracias a un sistema más general de becas y también a través de una política mucho más aldeana que multiplicó campus y universidades.

     Conseguido ese objetivo de igualdad aparente, las mismas élites y dueños de los señoríos feudales convinieron que aquello era excesivo y que de alguna forma había que seguir marcando nivel de clase. Inventaron entonces los antiguos másteres y posteriormente los cursos de excelencia, cuyos precios de matrícula resultaban imposible para las gentes corrientes. A continuación, de acuerdo con las doctrinas neoliberales, aumentaron sin rigor alguno la oferta universitaria privada, lo que garantizaba en gran medida una titulación para sus descendientes a cambio de un pago generoso, como ya sucedía en etapas educativas previas. Y finalmente llegó Bolonia para rematar el barullo. Sus grados extendieron la adolescencia y elevaron el bachillerato a rango universitario, de tal manera que obligaron, mediante nuevos desembolsos, a afrontar másteres que aseguraran a las nuevas levas de estudiantes algo más que el simple acceso a una oposición para el empleo público. Y ahí estamos.

     Por eso, lo que hay detrás del tráfico de titulaciones universitarias no es otra cosa en el fondo que la punta de un iceberg. Los poderosos ceden espacio con un supuesto sentido filantrópico, pero procuran siempre el mantenimiento de sus privilegios de una o de otra forma, ya sea con la ley, ya sea con la trampa. Si bien se mira, el escándalo último de los másteres no es gran cosa si atendemos a la manipulación de todo el sistema en beneficio de los mismos, en beneficio de clase, que es lo que verdaderamente les importa. Esos másteres son anécdotas.

Publicado en La Nueva Crónica, 16 septiembre 2018

domingo, 9 de septiembre de 2018

Desidia

     Antes de que cualquier obra pública dé comienzo, los operarios colocan unos carteles de grandes dimensiones para que no pasen desapercibidos, donde se indica la administración promotora y otros pormenores técnicos, adornados siempre con escudos, logos y demás farándula publicitaria. Así ocurre en calles, carreteras, regadíos, redes ferroviarias, restauraciones varias y cuanto se nos pueda ocurrir. El caso es que, pasado el tiempo, las obras concluyen, los operarios y las máquinas se retiran y todo vuelve a la normalidad salvo en lo relativo a los mencionados carteles, que permanecen y permanecen y permanecen… hasta que el propio tiempo y la erosión los acaban desarmando. Es lo que se llama desidia.

     En albañilería suele decirse que una obra puede ser juzgada por su remate. Poco importan los materiales nobles o no, poco importan las pocas o muchas horas empleadas en la labor, poco importan la apariencia y el efecto más o menos conseguido. Lo que realmente sobresale es el acabado, los detalles mínimos que a la postre revelan el interés, la profesionalidad y la estima por el trabajo bien hecho. En tal sentido, el abandono de toda esa siembra de carteles por la geografía es, seguramente, mucho más que una muestra de simple negligencia.

     La Ley de Memoria Histórica del año 2007 fue una construcción tardía pero necesaria. Sin embargo, está claro que adolece así mismo de un mal acabado, pues ni ella por sí misma ni las legislaciones autonómicas han sido capaces de concluir debidamente la faena. De ahí los nuevos retoques, las nuevas polémicas y las eternas cantinelas de los cómplices y devotos de la afrenta. Ha habido desidias y negligencias, sí, en quienes debieron proyectar, favorecer y ejecutar la tarea, pero no sólo. También ha habido renuncias y escaso coraje. Y seguramente exceso de cartelería, de declaraciones y de simples ojeadores de obra. Se necesitaba un buen albañil, sin más, pero no compareció o se impidió que ocurriera. Por eso el resultado parece una chapuza.

Publicado en La Nueva Crónica, 9 septiembre 2018

domingo, 2 de septiembre de 2018

Septiembre

     A diferencia de lo que el cancionero ofrece en pleno verano, que, según los entendidos, suele ser un producto corto, bailable y emocional, septiembre arroja melancolía sobre el calendario, lo cual, en materia cantable, nos proporciona sin duda mayor categoría. En esos pentagramas se encuentran, por ejemplo, canciones de Ute Lemper, Marianne Faithfull, Neil Diamond, de los vivarachos Earth, Wind and Fire o de los muy indígenas Manolo Tena y Los Enemigos. Un repertorio elocuente para saber de qué va el mes. Arrastramos el verano, sí, pero se anuncia una nueva estación.

     Sabido es que los cánones del calendario no son iguales para todos. Por tal motivo, hay quien habla de año natural, hidrológico, judicial… y así sucesivamente según sea la razón de ser de su regla temporal. Pero, quien más quien menos, casi todos hemos medido alguna vez el paso del tiempo de acuerdo con el compás escolar y, dependiendo de nuestra mayor o menor permanencia en las aulas, nuestros ritmos vitales no son otros para siempre que los del año académico. De ahí que este mes de septiembre tenga mucho de momento inaugural y así sea sentido por una inmensa mayoría de individuos. Así que, a pesar de las incertidumbres que todo principio produce, lo cierto es que deberíamos celebrar el mes con mayor entusiasmo del que en verdad se observa en el entorno. Y sobre ello se canta.

     De un lado, reinan los recuerdos, que tienden a ser agentes de la pasividad, cuando no del nihilismo si sólo nos plantamos en ellos. De otro, vencen las luces que se acortan y con ellas, el tiempo que nos dedicamos. Desde luego, no es recomendable caer en esas trampas de ídolos derrotados por los elementos. Antiguamente, esos trances, como tantos otros, se superaban a pelo. Hoy, en cambio, todo son consejos para sobreponerse al vértigo, guías de autoayuda y terapias antidepresión: septiembre convertido en mercancía del Doctor Frankenstein, como escribiría Luis Artigue, en una de esas novelas suyas que se digieren mejor en verano.

Publicado en La Nueva Crónica, 2 septiembre 2018