No
es sencillo escapar del interés malsano por personas o cosas, es decir, de esa
enfermedad llamada morbo. Yo mismo, durante el debate de investidura, me
entretuve contemplando y escuchando al superespañol. Sabía de antemano, como
así fue en efecto, que no descubriría nada nuevo (al contrario, todo en él
huele a viejo), que su oratoria de centurión nada me enseñaría, que el
contenido de su intervención no aportaría ningún valor y que, al final de todo,
acabaría cabreado y lamentando cómo está el patio. Sin embargo, por puro morbo,
aguanté el tipo. No encuentro otra explicación.
No
ocurrió tal con otros supuestos extremistas, los malvados y radicales vascos y
catalanes, en los que no me detuve. No llamaron mi atención malsana. Tampoco,
naturalmente, con los demás ponentes clásicos o semiclásicos, de los que sí
estuve pendiente. Quizá porque todavía guardo confianza en ciertas fórmulas del
parlamentarismo, por más que se nos vayan ajando sin remedio. Pero a lo del
remedo de homínido no le descubro una motivación razonable. Nada sensato
justifica la pérdida de tiempo. Nada salvo la enfermedad.
Dicho
esto, la siguiente conclusión es pura lógica. Además de los defectos de fábrica
que uno arrastra, son esos incentivos envenenados los que acentúan el
trastorno, así en lo individual como en lo social. Esto es, no sólo constituyen
un daño en sí mismos, vistos su discurso y proceder, sino que actúan a la vez
como pólvora infecciosa para los cuerpos más débiles, que acaban repitiendo la
misma monserga sin otro asidero que su propia afección.
Por
eso tiene sentido aquí el término tan popularizado de cordón sanitario. Porque
o se sigue esa fórmula o la peste se extiende con extrema facilidad a partir
del morbo inicial aparentemente inocuo. Dichos efectos, por otro lado, no se
contabilizan únicamente en votos. Es más grave la podredumbre de pensamiento
que ocasionan que, como se observa en la actualidad política, contamina ya a
muchos actores de siglas diferentes. Es el mal.
Publicado en La Nueva Crónica, 28 julio 2019