Blog de Ignacio Fernández

Blog de Ignacio Fernández

domingo, 31 de mayo de 2020

Protocolos

            Cuando falla el buen hacer, llegan los protocolos. Puede ser una afirmación que, por simple, parezca ingenua sobre todo en estos tiempos, pero la lluvia protocolaria requiere de lo complejo, lo necesita para ser, y huye de cuanto resulte sencillo. También los individuos reclaman cada vez más un reglamento porque ello les libera de la toma de decisiones y de sus obligaciones éticas. Pueden así centrarse en la exaltación de su libertad individual que les llevará, paradójicamente, a protestar contra todas esas reglas castradoras. Y vendrán entonces más protocolos.


            Es ésta una palabra biensonante, como tantas otras que tratan de eludir las aristas de lo que en verdad significan o referencian. Años atrás, en el uso común no había protocolos más que en ciertas actividades ceremoniosas, oficiales o solemnes. Sí, también en los procesos científicos y técnicos, pero era ese un ámbito más estrecho. Lo otro, lo general, eran reglas obligadas a obedecer. Es evidente que las sociedades actuales son más que complejas, mucho más aún en circunstancias tan enrevesadas como las que atravesamos, todo lo cual obliga a normas, leyes, decretos… y protocolos. En suma, la antítesis del buen hacer que, por lo visto, ha de ser impuesto.


            Como en casi todo, hay buenos protocolos y protocolos malos. Los primeros son en realidad elementales guías de actuación o de procedimiento, como los que se dictan en la dichosa desescalada, que aún así resultan controvertidos porque todo es hoy, aquí, materia para la polémica. Los segundos son indicios de que existen transgresiones mayores que deben ser corregidas, es decir, no es tanto el mal un tratamiento como la causa. También de ello hay en abundancia en este mismo hoy y aquí y por eso acabaremos todos en los tribunales, que es lo que se lleva.


            Simplificando de nuevo, podría decirse que frente a un derecho natural la apuesta moderna es el derecho penal. O, como decíamos al principio, para qué el buen hacer si siempre cabe redactar un fatigoso protocolo.


Publicado en La Nueva Crónica, 31 mayo 2020

La cultura en el marasmo

            Años hace de ello, pero no es inoportuno traerlo a esta actualidad enrevesada. Lo decía Juan Cueto: “la cultura es una perra de lujo a la que todo se le vuelven pulgas”. ¡Juan Cueto! ¡Santo cielo! ¿Dónde están hoy voces como aquellas de Cueto, Montalbán, Tecglen, Ferlosio… a quienes leíamos con respeto y que con tanta sabiduría iluminaban nuestro pensamiento? Esto sucede y esto explica también en parte el rol que la cultura no espectacular ocupa en nuestra sociedad, en nuestros programas políticos, en nuestra vida en fin. He ahí, durante los meses de clausura, cómo se sucedían ofertas culturales en todo tipo de redes como si fuera un elemento sustancial de nuestro existir. Pero no era tal, era una vez más consumo gratuito de productos culturales para el entretenimiento, que es a lo que se ha condenado en muchos casos a la expresión cultural: entretenimiento. Señalemos para ilustrarlo lo que se recogía en la Encuesta de la Fundación Contemporánea del año 2018 sobre la valoración que los aspectos culturales nos merece, donde destacaba como más valorados por su «momento actual de creación y repercusión internacional», por este orden: la gastronomía, la moda, la literatura, el diseño, la fotografía y la arquitectura, mientras que las propiamente culturales aparecían en peores puestos: teatro, artes plásticas, música clásica y contemporánea, cine, danza videoarte y museos.

        A nadie puede extrañar, pues, que esas cositas menores, que además soportan el estigma de la gratuidad, es decir, de la gorra, se aparten o se ignoren en este marasmo social y económico al que estamos condenados. Con retraso e insuficientes, todo hay que decirlo, el Gobierno aprobó a principio de este mes ayudas al sector por importe de 76’4 millones de euros, que ha complementado con otros 7 millones el pasado día 19 de mayo. También el Consejero de Cultura de Castilla y León había anunciado un mes antes un plan de reactivación de la cultura (¡ojo!: más deporte y turismo) con otros 8’5 millones de euros, de los cuales 4’3 fueron dispuestos por el Consejo de Gobierno el 21 de mayo. Bien está aunque tarde lleguen y ya se verá como se aplican. Pero también hay que señalar que el desatasco de los fondos estatales llegó precisamente después de una reunión a varias bandas en la que participó, como pieza clave, la Ministra de Hacienda, quien mereció el crédito que había perdido por el camino su compañero de gabinete Rodríguez Uribes. No ocurrió así en Castilla y León, donde los consejeros de Empleo e Industria y de Economía y Hacienda no han comparecido, lo que demuestra que es Javier Ortega quien lidia esta faena en solitario.


            Esto es muy importante: mientras los respectivos departamentos de hacienda, de economía, de industria y de empleo no conozcan las interioridades del trabajo en materia cultural no habrá solución real. Porque, para bien o para mal, aparte del trabajo puramente informal que es mucho y notable, se trata de una actividad que se escapa de todos los moldes del llamado aparato productivo. Lo cual no quiere decir que no contribuya a nuestra riqueza material, no hablemos de otra, pues la cultura en términos estrictos, de acuerdo con el Anuario de Estadísticas Culturales el año 2018, aportó un 3’3% al PIB nacional, un peso similar al de agricultura, ganadería y pesca, para hacernos una mejor idea.

            No es fácil aventurar el porvenir. La nueva edad histórica que parece casi confirmada se construye a través de la pugna entre patrones caducos y nuevas audacias. También en los proyectos para la reconstrucción estatal y autonómica entrarán en juego estas dos tendencias, alguna de ellas exacerbada por el unto del gen nacional. Sea como fuere, bueno será, necesario será, atender al peso de la cultura en los nuevos tiempos si los queremos con luz. Desde un punto de vista amplio, no se habrá de ignorar lo que bien señala Jen Snowball, profesora de la Rhodes University (Sudáfrica): “los objetivos del desarrollo sostenible deben tener en cuenta el contexto cultural en el que todo sucede”. Así mismo, la Estrategia Europa 2020, que debía de haber sido un punto de llegada para la recuperación definitiva tras la gran crisis precedente, indicaba que la cultura contribuye también al crecimiento inteligente, sostenible e integrador. Por último, con palabras más que indispensables en medio del ruido, Nela Filimon, profesora del Departamento de Economía de la Universidad de Girona, nos recuerda que “la cultura y el ocio contribuyen a nuestra felicidad y muchas de esas experiencias preferimos compartirlas con otros”, una consideración que va mucho más allá del idolatrado PIB. Por tal motivo urge que en ello se comprometan no sólo los departamentos del ramo, sino que, como hemos indicado más arriba, sean también los de empleo, los de industria, los de economía y los de hacienda, por lo menos, los que se sumen en primera línea a esa apuesta.


Publicado en El Día de Valladolid, 31 mayo 2020

domingo, 24 de mayo de 2020

Barahúnda


            Era inevitable volver sobre “Tiempo de silencio”, la gran novela de Luis Martín Santos: “…nos arrastramos y nos vamos yendo hacia el sitio donde tenemos que ponernos silenciosamente a esperar silenciosamente que los años vayan pasando y que silenciosamente nos vayamos hacia donde se van todas las florecillas del mundo…”

            Pues sí, volver sobre el tiempo de silencio era natural cuando nos escondimos en las casas y cuando el suelo dejó de temblar, según cuentan los sismólogos, y cuando hubo una caída súbita en los niveles de ruido, según refieren los ingenieros, y cuando por semana santa se produjo el momento más silencioso de los últimos años, según relatan los medidores de ondas, y cuando el descenso de la contaminación acústica fue de tal magnitud que llegamos a creer que sería así por siempre en la nueva normalidad.

            Mas no podía, no debía ser cierto. Fue apenas un paréntesis tan irreal como la vida que vivíamos así callados, así refugiados, así inquietos. Cómo habría de ser tal en un país donde lo que siempre prevalece es la barahúnda, el alboroto y el lío. Se encargaron enseguida de devolvernos a nuestro ser los animadores de vecindarios con sus altavoces y su música estridente; les acompañaron pronto las discusiones parlamentarias con sus improperios, sus tonos agrios y su retórica espinosa; y les siguieron por fin las cacerolas y los gritos, nuestra esencia patria nunca superada, el unto del gen español.

            La barahúnda, sí, el ruido, la confusión y el desorden grandes. El barullo no sólo de palabras, también de fases, de órdenes, de mascarillas, de pruebas, de cifras, de expertos, de noticias, de bulos, de mensajes, de colas, de expedientes, de alarmas, de vacunas y de dramas, la mayor parte de ellos sumidos en el silencio. No sé a estas alturas qué echaremos más de menos, si la muy antigua normalidad o si los días de clausura, cuando los ritmos sosegados invitaban inevitablemente a la lectura y al aislado gozo de un aplauso solidario y compartido desde la ventana.

Publicado en La Nueva Crónica, 24 mayo 2020

domingo, 17 de mayo de 2020

Grandeur


            Exceptuados el calamitoso Sarkozy y el por ahora insípido Macron, los presidentes de la V República Francesa acostumbraban a perseguir la posteridad con obras grandiosas que ampliasen el catálogo de postales de París. Lo hizo Charles de Gaulle bautizando con su propio nombre la Plaza de L’Étoile; lo hicieron Giscard d’Estaing y Georges Pompidou con el sorprendente centro artístico que luce el nombre de este último; y lo hizo sobre todo François Mitterrand con el Arco de la Défense y la Pirámide del Louvre. Todo muy napoleónico.

            Modestamente, también muchos alcaldes y alcaldesas tienen su propia vena bonapartista y dejar su huella quisieran en el entorno que gobiernan a través de pequeños signos urbanísticos que los hagan trascender: un tranvía por aquí, un parque y un polideportivo por allá o unos colorines acullá. Pero lo que no desentona en la grandeur francesa porque su capital es mucho más que un detalle, por epatante que sea, en nuestras localidades menores esa marca no es otra cosa que la ausencia de un plan para la ciudad. Me refiero a un plan general y a medio o largo plazo, que es como verdaderamente se construyen o transforman las ciudades. Tal y como deberíamos estar haciendo en estos precisos momentos de incierto porvenir cuando es preciso apostar por nuevos o por caducos modelos. Un modelo en definitiva, no una intervención.

            Quiere ahora el alcalde Díez decorar la Avenida Ordoño II al modo de la Oxford Street londinense. Quizá sea un alcalde más pop que neoclásico, más anglo que franco. Pero si el modelo que ha elegido para la ciudad es el de la estética pop, hágase un planteamiento ambicioso y extiéndase ese estilo sin limitarlo a un único enclave aislado. Al menos, démosle la vuelta a la fealdad urbana con una paleta de color, digan lo que digan los monocromos aburridos, y seamos arriesgados hasta hacernos valer aún a costa de varapalos y monsergas. De no ser así, lo que nos espera, volviendo sobre lo francés, será permanecer eternamente en la mineur.

Publicado en La Nueva Crónica, 17 mayo 2020

domingo, 10 de mayo de 2020

Crisis


            Tal y como ocurriera algo más de una década atrás, la palabra crisis ha vuelto a situarse en el núcleo de nuestra existencia. Con diferencias respecto a entonces, es cierto: nada relacionado con la salud pública hubo en aquellos tiempos salvo en lo que se refiere a las consecuencias vía recortes. En cualquier caso, por más que pudiéramos considerarlo casi un estado permanente en el ser humano y su entorno, cada vez que una crisis se asoma y se le concede escenario algo se tambalea. Conviene, pues, explorar el término.

            En las actuales circunstancias no deberíamos olvidar el parentesco que los griegos clásicos otorgaron al término crisis con crítica, que significa análisis o estudio de algo para emitir un juicio, y también con criterio, que es razonamiento adecuado. La crisis nos obliga a pensar y, en consecuencia, produce análisis y reflexión para poder cambiar el mundo, nunca para repetirlo miméticamente considerando que cualquier tiempo pasado fue mejor. Craso error el de aquellos que simplifican ese amplio contexto crítico y craso también el de quienes nos siguen hablando del retorno al punto de partida. Aunque más imperdonable es todavía, por su repercusión social, el papel de aquellos gobernantes e intelectuales que se niegan a la evolución y dictan leyes o preceptos que huelen a moho y suenan a evasiva. El compromiso sólo es inherente a quienes quieren ver; lo opuesto se llama necedad.

            De las palabras no vivimos, es verdad, pero nos alimentan, aunque su uso torcido nos conduce a falsas ensoñaciones o a noticias falsas directamente. Y por eso unas y otras, alucinaciones y mentiras, se combaten con criterio y con crítica. Todo ello es pensamiento al cabo, lo que deberá situarnos al fin en la posición adecuada para la toma de decisiones, que es el primer significado de aquel viejo vocablo griego, “krisis”, decisión. De modo que, visto así, no debiéramos abominar tanto de la crisis, de ésta o de otras, sino explotar sus significados más provechosos para progresar.

Publicado en La Nueva Crónica, 10 mayo 2020

domingo, 3 de mayo de 2020

Culpa


            A base de golpes en el pecho y letanías –por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…– llevamos como poco veinte siglos cargándonos de razones para justificar nuestras visitas al confesor, antes, o al psicólogo, más recientemente. Ese sentimiento de responsabilidad vinculado al daño causado es uno de los principales arbotantes de casi toda religión y, por extensión, de lo que podemos considerar cultura religiosa, de la que nadie está exento. Menos aún en un país como el nuestro, donde hubo cuarenta años, y ahí nos educamos una gran mayoría, en los que el nacionalcatolicismo se encargó de grabarnos a fuego en los adentros esa imputación. Esto explica buena parte de nuestro masoquismo individual, que se resuelve, como he indicado, bien en el confesor, bien en el psicólogo.

            Pero la culpa tiene truco, sobre todo en situaciones hostiles, y resulta un comodín muy apropiado precisamente para evadir responsabilidades o atribuírselas al contrario. En materia política en particular es utilísima. Mucho más todavía en tiempos de fatalidad como los presentes, aunque no tenga que ser obligatoriamente sólo en tales circunstancias: el sadismo de algunos individuos no tiene límites. Esa estrategia, conjugada con lo que decíamos más arriba, se muestra idónea al cabo para generar un estado colectivo de acusación, de bilis y de adhesiones gratuitas inquebrantables. Naturalmente, con muertos sobre la mesa, hacia lo que algunos necrófilos suelen llevarnos sin ningún escrúpulo, la culpa se convierte en estigma perpetuo y desinfecta conciencias como la mejor de las lejías.

            Un hombre sabio recientemente fallecido, el futbolista Michael Robinson, decía, entre otras muchas de sus jugosas sentencias, que “necesitamos al diferente para culparlo de todo”. Lo del diferente es fundamental, sea quien sea, incluso el cha cha cha, porque nos libera de lo nuestro y nos salva de toda sospecha. Incluso nos evita acudir al confesor o al psicólogo. Basta un infundio y todos limpios de polvo y paja.

Publicado en La Nueva Crónica, 3 mayo 2020