Hoy
es al fin el día de ello. A pesar de la relevancia que seguramente atesora el
hecho de votar en unas elecciones, no encuentro otro modo mejor para referirme
a la cita de este 28 de abril que un pronombre neutro. Quizá sea porque no
siento entusiasmo. Votaré, en efecto, puesto que no está el tiempo bueno, casi
nunca lo está, aunque tal vez mi voto sólo vaya a servir para la gloria de ese
tal d’Hont que nos recuenta y poco más.
Y
digo ello también porque, emociones personales aparte, lo impreciso ha dibujado
una vez más el contorno de la convocatoria y de toda su escenografía. Salvo las
excepciones naturales de un lado y de otro, donde se suele hablar con mayor
precisión por pura necesidad, el panorama general no ha superado ni la
ambigüedad ni la confusión calculada. Ni directamente la mentira. Releo todavía
hoy los eslóganes de las campañas de cada una de las opciones concurrentes y no
encuentro ninguno que se separe de esa grisura. De hecho, mi buzón de correos
se iba oscureciendo más y más, que ya es decir, a medida que iba siendo
invadido por la propaganda electoral. Cuando lo abría, escupía pronombres. El
pronombre, ya saben, es una clase de palabras que hacen las veces del
sustantivo o del sintagma nominal y que se emplean para referirse a las
personas, los animales o las cosas sin nombrarlos. Puede ser que la política
actual se haya convertido en un elemento más de esa clase.
Con
todo, el problema es que después de ello seguramente venga otro ello o varios
ellos. Que sigamos siendo pronominales neutros. Aunque también ése es un buen
motivo para acudir a las urnas. Al menos allí, situados frente a la autoridad
competente que preside la mesa, se podrá escuchar un verbo, que es el núcleo de
todo y por donde empiezan a construirse las oraciones con las que nos
comunicamos: ¡vota! Ésa es la primera dimensión del lenguaje democrático,
posiblemente ya la última que nos va quedando de toda una generosa forma de
entendernos y explicarnos que tiende a la extinción.
Publicado en La Nueva Crónica, 28 abril 2019