Blog de Ignacio Fernández

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sábado, 31 de octubre de 2020

A Hilario Franco: "somos seres solos"

 


ni fin

ni sin

finif

 

Y

tu luz

como sol

extenderé

a la Palabra

 

(Hilario Franco)

 

            Lo último que guardo de Hilario, amén de recientes conversaciones telefónicas y felicitaciones por nuestros respectivos cumpleaños, es un anexo a su Índice de índices titulado A la búsqueda del palíndromo más breve. De ahí precisamente el encabezamiento de este obituario.

 

            Fuese de entre nosotros Hilario Franco Bastelo, como diría su maestro don Miguel de Cervantes, y quedósenos en el alma un balbucir de sílabas atropelladas. Es lo que ocurre a los seres humanos cuando la pena no puede ser conformada en palabras: se quiere gritar y solo a duras penas se consigue el llanto. Mas cuando muere una parte de la sabiduría, de nuestra sabiduría, qué hacer, cómo proceder, a quién reclamar los daños. Esto sucede hoy con esta pérdida tan formidable.

 

            No obstante, a causa de los citados aniversarios, convinimos los dos que eran estos unos tiempos para celebrar las ganancias en lugar nombrar de los quebrantos, y así ha de ser también en su ocaso. De modo que celebraremos su memoria, a la manera manriqueana, en los pasillos todavía casi virginales de la Facultad de Filosofía y Letras de León, donde hizo el mal, combatió contra Papes y escribió poemas dedicados sin éxito a una muchacha de ojos verdes; en los páramos de Bustillo, adonde debió retirarse, si la vida se lo hubiera permitido, para transitar la senda de los sabios que en el mundo han sido; en las cuevas del Sacromonte, en aquella Vereda de Enmedio, donde se conjuró contra todas las guerras y construyó lámparas con las que iluminar el porvenir del mundo; en la ciudad de León, de donde fue expulsado y obligado a convertirse en judío errante, una condición de la que solo le redimieron los versos de Margalit Matitiahu y un monumento levantado en el castro de Puente Castro, a orillas del Bernesga; en la celebración habida en el Patio del Conde Duque con ocasión del IV Centenario del ilustre hidalgo; en aquella su vocación de jardinero que descubrió a medio camino entre Nueva York, Jerusalén y las lagunas de Villafranca de los Caballeros; en sus dos bodas, en sus dos hijos, Sofía y Gregorio David; en su vena editorial contra toda norma, que parió cuadernillos magistrales bajo el rótulo de Margen o de Ponte Aérea, que veneró tanto como sufrió a Jacinto Santos o a Luis Federico Martínez y que desembocó en su obra magna, su libro único y total, el Índice de índices; en su amistad con Eduardo Scala; en el ajedrez; en el recital que dimos, junto a Fidel Tomé, en la vieja Escuela Normal de Magisterio el 23 de febrero de 1982, dedicado a la gloria de ninfas y diótimas (¡qué tiempos aquellos!); en sus desvaríos; en su colaboración con la revista FAKE, no por casualidad en el número consagrado a los vínculos, lo que le permitió reencontrarse con Felipe Zapico y con Elena Soto y también, por pura coincidencia temporal de fiestas literarias, con Carlos Suárez y con Eloísa Otero; en Fotochento, en Aula Negra y en los Premios Claraboya, cuando escuchar a los Pegamoides, decía, era una traición a Silvio Rodríguez; en el infinito, en fin, por él tan amado: “Inútil cuestionar su simetría, ni su sublime ascenso a ser signo concentrado de totalidad”.

 

            Pues sí, después de varios padecimientos y resurrecciones, nos ha dejado Hilario solos: “somos seres solos”, escribió en su Diccionario de Palíndromos. Y eligió morir en soledad. ¡Qué gran ser!

 


Publicado en Tam Tam Press, 30 octubre 2020

domingo, 25 de octubre de 2020

Antípodas


            Volvamos una vez más a conjugar sentido literal y figurado y quizá comprendamos algo más de nuestra realidad. Incluso tal vez consigamos tener una dosis mínima de esperanza.

 

            Las antípodas son esa zona del mundo situada en un punto diametralmente opuesto al nuestro adonde la mayoría de nosotros no viajaremos nunca, lo cual no quiere decir que no despierte nuestro interés. Las antípodas de España se sitúan en Nueva Zelanda, y las de la ciudad de León, al nordeste de la neozelandesa Christchurch.

 

          Christchurch, al contrario que León, mira al mar. Cuentan que tiene unos jardines botánicos más que atractivos y que, puestos a pasar el tiempo, lo más recomendable es visitar el International Antartic Centre o el Parque Natural Orana, donde encontrarse con un pájaro sin alas, el kiwi, un ave rara originaria de aquellas latitudes. La ciudad, no todo va a ser bonito, tiene el inconveniente de sufrir terremotos, los últimos hace una decena de años, así que también hay ruinas. Como en León.

 

            En Christchurch viven alrededor de 400.000 habitantes, una décima parte del total de Nueva Zelanda. Si tenemos en cuenta que en ese país han fallecido 25 personas a causa de la enfermedad que nos conmociona, resulta que en Christchurch dos o tres personas habrán sido arrebatadas por ese mal. En León eran 512 al principio de esta semana. Pensaremos, como quieren que pensemos, que el buen dato sanitario habrá repercutido negativamente sobre la economía neozelandesa, pero resulta que no, resulta que el desempleo se mantiene alrededor del 4%. En León era el 17’7% el pasado mes de septiembre.

 

            Son las antípodas, por supuesto, lo opuesto a nosotros, y no vamos a hacer comparaciones. Pero sí podemos aprender algo. Por ejemplo de su recién reelegida primera ministra, Jacinda Ardern. Caracterizada por mostrar siempre su lado humano, incluidas sus flaquezas, en sus discursos abundan perlas aprovechables. Nos quedaremos con una de ellas: “el mundo ha perdido la habilidad de ver el punto de vista del otro”.

 

Publicado en La Nueva Crónica, 25 octubre 2020

domingo, 18 de octubre de 2020

Resiliencia

 

Más acá de la retórica y trascendencia con las que suelen titularse todos los planes gubernamentales, el último que el Gobierno de España nos ha presentado culmina con un término nada común: resiliencia. Hasta el corrector de Word lo desconoce. Posiblemente tampoco lo conozcan muchas de las personas gobernadas a quienes se dirige, lo cual es ya un serio inconveniente. “Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española” se llama.

 

Resiliencia no es una palabra patrimonial, aunque su origen primero resida en el latín: era el participio presente del verso resilire, que significaba “saltar hacia atrás, rebotar”. Con esta información ya vamos entendiendo algo si lo ponemos en relación con los otros términos del Plan: un plan para rebotar, parece ser. Al castellano la palabra le llega desde el inglés norteamericano, en particular desde el campo de la psicología, donde se utiliza para referirse a la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o situación adversa, tal y como lo define la Academia. Es decir, un plan para rebotar y para adaptarse, que no es exactamente lo mismo. Aunque también en ingeniería se echa mano del mismo vocablo, y lo recoge el diccionario, para hablar de la capacidad de un material para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido. En suma, un plan de rebote, adaptación y recuperación, término este último que supone una redundancia si se atiende al conjunto del título.

 

En resumen, siempre ha tendido el lenguaje político a cargarse con grandilocuencias en el mejor de los casos. En el peor lo hace con hipérboles y falsedades, como bien sufrimos en los tiempos presentes. Lo primero es venial, pura apariencia de superioridad frente al común. Lo segundo no tiene excusas, destroza la moral pública y es más bien una calamidad para la que en verdad muy necesaria habrá de sernos algún tipo de resiliencia, tanto da que sea en versión psicológica que en versión ingeniera.

 

Publicado en La Nueva Crónica, 18 octubre 2020

domingo, 11 de octubre de 2020

Siglas

 


            Casi tan antiguas como la escritura son las siglas, esa abreviación gráfica formada por el conjunto de letras iniciales de una expresión compleja, según dicta la Real Academia. Testimonio de los tiempos remotos de nuestra civilización son algunas que ya, venida a menos eso que llamaban cultura general, apenas si son identificables: SPQR, INRI, entre las más notables.

 

Sólo en las últimas décadas, en parte por el influjo de la imaginería publicitaria, en parte por la explosión de la burocracia, su utilización se ha hecho masiva. Tanto que uno abre el periódico local cualquier día, lo hojea y descubre esta posible retahíla en la sucesión de titulares: ULE, DUE, IGC, AECC, UME… Soluciones para una expresión compleja, decía la Academia, pero no menos complejo ha acabado siendo el lenguaje periodístico; y si un titular es un buen reclamo para llamar la atención, una sopa de letras es el mejor repelente para la lectura. No sé, algo dirán al respecto los libros de estilo a falta de aquel noble oficio de corrector que, como tantos otros en ese mundo digital, han acabado sustituidos por el corrector de Word. Ingenio diabólico.

 

El caso es que tres siglas se han enseñoreado de nuestra comunicación cotidiana y las usamos como si tal cosa: ERTE, EPI, PCR. Incluso sin saber exactamente sus significados llegamos a pluralizarlas como si se tratara de palabras comunes, al menos las dos primeras, con lo que deshacemos su carácter original. La tercera, por enrevesada, permanece estática, sea el resultado positivo o negativo (no obstante, también en la radio hay quien pronuncia peceerres). Por cierto, de esta es más difícil todavía conocer su sentido puesto que proviene del inglés directamente, lo cual no obsta para su manejo con soltura entre los hispanohablantes. Con lo sencillo que era un analís, expertos parecemos en la Reacción en Cadena de la Polimerasa. Es lo que tienen las siglas: son un elemento indispensable para el pastiche que ha venido a aplastar nuestra forma de entendernos.

 

Publicado en La Nueva Crónica, 11 octubre 2020

domingo, 4 de octubre de 2020

Alarma

 

             Lo dejaremos sentado de entrada: me incomoda esa expresión de combate tan poco adecuada a los tiempos y tan impropia en su significado para aquello a lo que trata de atender. Prefiero sin dudarlo la fórmula portuguesa del estado de calamidade pública o cualquier otra adoptada en los países del entorno, es decir, estado de emergencia sanitaria o similares.

 

            Digamos, no obstante, que lo que me alarma no es tanto el estado de alarma como la alarma del estado y de otras multinacionales del poder oscuro. Esto sí que genera inquietud. Era algo ya bastante común, alimentar miedos, pero la situación presente, absolutamente inesperada, ha venido a avivar esa estrategia de un modo ya insoportable. No sólo porque el proceder del Estado y de sus representantes en las tierras de España sea ya de por sí inquietante ahora y en la hora de nuestra muerte amén, sino porque, frente a la improvisación primero y a la incompetencia después, se descubre una utilización vil de los temores para, como siempre, provocar parálisis y sumisión. Está muy claro que eso no tiene nada que ver con la enfermedad.

 

            Como tampoco esa fiebre inventada de las ocupaciones a diestro y siniestro que solo viene, curiosamente, a motivar desconfianza y vender alarmas. Me refiero a esos instrumentos que suenan. Creamos la necesidad y ofrecemos el producto: negocio redondo. Y lo mismo sucede con decenas de artilugios fruto del imperialismo tecnológico que compramos porque se nos incita a ello hasta descubrir que no sirven para nada o que para ese viaje no hacía falta tanto plástico. De hecho, muchos de esos artilugios tienen bastante relación con inseguridades creadas: el contador de pasos, que te obliga a marcar 10.000 huellas diarias si no quieres ser un ejemplo insano para la humanidad, y otras tantas tonterías del mismo estilo.

 

            En suma, sólo he conocido a lo largo de los años un único ejemplo de buena alarma, la de aquel grupo que así se llamaba: “soy un extraño en el paraíso, estoy ardiendo y siento frío, frío”.

 

Publicdo en La Nueva Crónica, 4 octubre 2020