Tan
marchita está la realidad que nuestros esfuerzos, si es que lo son, se dirigen
sobre todo a huir de ella no se sabe bien hacia dónde. No es necesario visitar
ningún congreso mundial de móviles ni leer severas tesis al respecto para
llegar a tal conclusión. Basta mirar en torno para verificar el reinado de lo
irreal: gente corriente ensimismada con sus pantallas en el tren, en el bar, en
el trabajo, en las calles… sin atender prácticamente a otros estímulos que no
provengan de ese espacio vidrioso; gentes jóvenes adocenadas por operaciones de
triunfo artificial con las que aliviar el sentimiento de fracaso real que se
les tiene más que anunciado; gentes presuntamente estudiadas y acomodadas, a
medio camino entre Waterloo, el Soto del Real y el Paseo de Gracia, alimentando
paraísos imposibles y órganos de gobierno paralelos; gentes que predican desde
el púlpito la llegada del demonio en forma de mujer o que se colocan un lazo
morado en la solapa y se declaran feministas a conveniencia, todo ello sin
dolor de los pecados ni acto de contrición alguno; gentes de bien que
continuarán matando judíos en unos días y brindarán en familia con esa limonada
agria de la historia sin mayor inquietud ni zozobra. Ante semejante despliegue,
evidentemente incompleto, a nadie le podrá extrañar el éxito fácil de las
noticias falsas ni el eco extenso de rumores, bulos y demás patrañas que
contaminan aires, mentes y existencias todas: desde el fluido húmedo de aviones
convertido en veneno hasta los discursos trumpistas
transformados en oráculo del bien y del mal. Antiguamente, así hacía mi padre
al menos, la verdad incontestable era lo que se decía en el bar, donde, de lo
malo malo, existía tertulia. Hoy, en cambio, lo absoluto procede de la Interné, que no necesita contraste ni
comprobación y que sólo viene, por lo general, a confirmar nuestros previos
juicios. No importa su grado de subjetividad o rigor. Pero nada de todo eso nos
saldrá gratis: lo pagaremos con bitcoins, por supuesto.
Publicado en La Nueva Crónica, 18 marzo 2018
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