Blog de Ignacio Fernández

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sábado, 24 de julio de 2010

En la edad poscontemporánea

    Aprendimos en la escuela que se llamaba edad a cada uno de los periodos de tiempo en que convencionalmente se divide la historia de la humanidad desde una perspectiva occidental. Así supimos de la Edad Antigua, de la Media, de la Moderna y de la Contemporánea, y conocimos que ésta última había tenido su inicio con la Revolución Francesa y que se extendía hasta nuestros días; no importaba que esos días fueran los de nuestros abuelos, los de nuestros padres, los nuestros propiamente dichos o los de nuestros hijos e hijas, pues al cabo la fórmula se ha repetido a sí misma por generaciones sin que nada ni nadie al parecer haya osado alterarla.

    Ahora bien, ¿es posible que tengamos que reescribir pronto los libros de texto para anotar que hemos entrado en una nueva edad? Probablemente sí, probablemente estemos viviendo desde hace unos años el tránsito hacia esa nueva edad aún sin nombre, aún sin definición ni contenidos exactos que la identifiquen; y pasarán más años todavía hasta que exista el convencimiento compartido de que nos hemos instalado en otro tiempo. De hecho, una herramienta muy de moda a la hora de determinar la relevancia de ciertas materias o tendencias, el buscador Google, apenas recoge hoy 789 entradas para la fórmula Edad Poscontemporánea, aunque crecen de día en día y acabarán por invadirlo con tal etiqueta u otra similar. Sin embargo, lo que sí es más evidente es que ya hemos abandonado sin duda la vieja Edad Contemporánea. Reconocerlo es por lo tanto un elemento capital para conquistar la época que se abre ante nosotros. No hacerlo y seguir valiéndonos del pensamiento viejo, de patrones caducos y de horizontes apagados significará nuestra derrota ante la evolución imparable de la historia.

   El Muro de Berlín cayó en 1989 y las Torres Gemelas en 2001. Uno y otro derrumbamiento, a pesar de sus notables diferencias, son la imagen del final de una larga etapa, la de las construcciones y el crecimiento. Poco importa si fracasó el comunismo o si triunfó el capitalismo, los dos pueden darse por desaparecidos. Y con ellos casi toda la simbología, la política, la economía y las ideas que fuimos levantando desde 1789 conducidos por el lema de la igualdad, la libertad y la fraternidad; evidentemente con interpretaciones y aplicaciones distintas según la orientación ideológica de un mundo bipolar. Por ese motivo la primera lección que ha de inaugurar la nueva enciclopedia es que nada es ni será ya igual y que, por lo tanto, cualquier discurso, cualquier propuesta de futuro que se acomode aún sobre aquel antiguo molde no tiene porvenir, es pura melancolía.

    Lo que sucedió después fue la globalización y las crisis. Lo primero nos sirve para explicar uno de los rasgos radicalmente distintos a lo precedente y las segundas nos confirman que el proceso está en marcha y que, atendiendo a su etimología, estamos obligados a tomar decisiones, pues, de no hacerlo, nos arrastrará la marea hacia un fondo sin fin.

    La mundialización es, desde luego, uno de los signos de la nueva era. Lo de menos son las migraciones, que siempre existieron a lo largo de la historia, a pesar de que en algunos países el fenómeno se haya expresado como una auténtica novedad a causa de su velocidad, como en el caso de España. Lo de más es lo que ese ritmo acelerado produce, unido sobre todo a la explosión definitiva de los sistemas de comunicación que vencen fronteras y todo lo modifican: comercio, finanzas, trabajo, salud, turismo, información, conocimiento, etc. También es verdad que queda aún por perfilar la articulación entre lo global y lo local –dicotomía que habrá de resolverse en algunas ocasiones incluso con violencia-, cuyo mapa, una vez salidos de la transición, dibujará un mundo radicalmente distinto que ya se intuye.

    Del mismo modo, son expresión de mudanza las crisis, no una –la financiera o económica- como quieren que creamos, sino todas las que coinciden no casualmente en estos momentos de zozobra general. Es verdad que existe una crisis económica y una crisis financiera agudas y persistentes, pero también una crisis política, una crisis de liderazgo, una crisis demográfica, una crisis alimentaria, una crisis medioambiental, una crisis energética y, en fin, una crisis ética. Por lo menos. Conviene en tales circunstancias no olvidar el parentesco que los griegos clásicos otorgaron al término crisis con crítica, que significa análisis o estudio de algo para emitir un juicio, y también con criterio, que es razonamiento adecuado. La crisis nos obliga a pensar y, en consecuencia, produce análisis y reflexión para poder cambiar el mundo, nunca para repetirlo miméticamente considerando que cualquier tiempo pasado fue mejor. Craso error el de aquellos que simplifican ese amplio contexto crítico y craso también el de quienes nos siguen hablando de monótonos ciclos que se suceden como una noria. Aunque más imperdonable es todavía, por su repercusión social, el papel de aquellos gobernantes e intelectuales que se niegan a la evolución y dictan leyes o preceptos que huelen a moho y suenan a evasiva. El compromiso sólo es inherente a quienes quieren ver; lo opuesto se llama necedad.

    Y lo que se puede ver, a corto plazo al menos, es que el tiempo que alumbra caminará en principio por la senda de la deconstrucción y el decrecimiento, las nuevas claves para, no se sabe cuándo, poder recuperar el pulso de otra economía, de otra política y de otras ideas. Quienes no se liguen a esos dos conceptos se mentirán a sí mismos y nos engañarán a todos. Igualmente, conviene tener presente que durante esa transición merecerá la pena implicarse en dos asuntos pendientes que van a resultar capitales: el de la lucha de clases nunca resuelta y la defensa de la condición de ciudadanía como último eslabón de una sociedad que pretendemos medianamente justa.

    Pues bien, en ese marco debe entenderse también y valorarse la convocatoria de una huelga general en el país e incluso el rol que los sindicatos deben jugar a partir de este momento, salgan triunfantes o no de aquélla. El mundo del trabajo y sus actores necesitan también nuevas referencias sobre las que anclar lo que viene por delante, que no es, desde luego, lo que las reformas del Gobierno y los cinismos de la oposición anticipan. Más bien al contrario. Unos y otros aparecen como hijos del pasado y sus discursos se apolillan antes de escribirse porque son así mismo parte de las crisis arriba enunciadas, es decir, parte del problema. Como en tantos momentos de la historia, el protagonismo vuelve a recaer sobre la sociedad civil, que al cabo ha sido y deberá ser motor de los cambios hacia la nueva edad.

Publicado en Diario de León, 24 de julio de 2010 

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