Aprendimos
en la escuela que se llamaba edad a cada
uno de los periodos de tiempo en que convencionalmente se divide la historia de
la humanidad desde una perspectiva occidental. Así supimos de la Edad Antigua,
de la Media, de la Moderna y de la Contemporánea, y conocimos que ésta última
había tenido su inicio con la Revolución Francesa y que se extendía hasta
nuestros días; no importaba que esos días fueran los de nuestros abuelos, los
de nuestros padres, los nuestros propiamente dichos o los de nuestros hijos e
hijas, pues al cabo la fórmula se ha repetido a sí misma por generaciones sin
que nada ni nadie al parecer haya osado alterarla.
Ahora
bien, ¿es posible que tengamos que reescribir pronto los libros de texto para
anotar que hemos entrado en una nueva edad? Probablemente sí, probablemente
estemos viviendo desde hace unos años el tránsito hacia esa nueva edad aún sin
nombre, aún sin definición ni contenidos exactos que la identifiquen; y pasarán
más años todavía hasta que exista el convencimiento compartido de que nos hemos
instalado en otro tiempo. De hecho, una herramienta muy de moda a la hora de
determinar la relevancia de ciertas materias o tendencias, el buscador Google,
apenas recoge hoy aproximadamente 6.000 entradas para la fórmula Edad
Poscontemporánea, aunque crecen de día en día y acabarán por invadirlo con tal
etiqueta u otra similar. Sin embargo, lo que sí es más evidente es que ya hemos
abandonado sin duda la vieja Edad Contemporánea. Reconocerlo es por lo tanto un
elemento capital para conquistar la época que se abre ante nosotros. No hacerlo
y seguir valiéndonos del pensamiento viejo, de patrones caducos y de horizontes
apagados significará nuestra derrota ante la evolución imparable de la
historia.
El
Muro de Berlín cayó en 1989 y las Torres Gemelas en 2001. Uno y otro
derrumbamiento, a pesar de sus notables diferencias, son la imagen del final de
una larga etapa, la de las construcciones y el crecimiento. Poco importa si
fracasó el comunismo o si triunfó el capitalismo, los dos pueden darse por
desaparecidos. Y con ellos casi toda la simbología, la política, la economía y
las ideas que fuimos levantando desde 1789 conducidos por el lema de la
igualdad, la libertad y la fraternidad; evidentemente con interpretaciones y
aplicaciones distintas según la orientación ideológica de un mundo bipolar. Por
ese motivo la primera lección que ha de inaugurar la nueva enciclopedia es que
nada es ni será ya igual y que, por lo tanto, cualquier discurso, cualquier
propuesta de futuro que se acomode aún sobre aquel antiguo molde no tiene
porvenir, es pura melancolía.
Lo
que sucedió después fue la globalización y las crisis. Lo primero nos sirve
para explicar uno de los rasgos radicalmente distintos a lo precedente y las
segundas nos confirman que el proceso está en marcha y que, atendiendo a su
etimología, estamos obligados a tomar decisiones, pues, de no hacerlo, nos arrastrará la marea hacia un fondo
sin fin.
Por
ahora, lo que se puede ver, a corto plazo al menos, es que el tiempo que
alumbra caminará en principio por la senda de la deconstrucción y el
decrecimiento, las nuevas claves para, no se sabe cuándo, poder recuperar el
pulso de otra economía, de otra política y de otras ideas. Quienes no se liguen
a esos dos conceptos se mentirán a sí mismos y nos engañarán a todos.
Igualmente, conviene tener presente que durante esa transición merecerá la pena
implicarse en dos asuntos pendientes que van a resultar capitales: el de la
lucha de clases nunca resuelta y la defensa de la condición de ciudadanía como
último eslabón de una sociedad que pretendemos todavía medianamente justa.
Publicado en Tam-Tam Press, 8 octubre 2012
NOTA: Este artículo es una reescritura del que se publicó en Diario de León el 24 de julio de 2010, recogido en el blog bajo la etiqueta Sindical.
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