Recordará usted, estimada Jane, que
Santos y yo solíamos celebrar este día 14 de Mesidor. Contra lo que cantaba Brassens, que era
casi un dios, nuestra blasfemia venía justificada por otro tipo de devoción
bien alejada de la exaltación patriótica. Por eso precisamente vuelvo ahora
sobre esa fecha para dar continuidad a este epistolario y a los ritos
interrumpidos de forma tan abrupta.
Cuando él y yo nos conocimos en la
universidad, descubrimos que nuestra común francofilia había nacido a la par en
el primer año del bachillerato. Para unos tipos como nosotros, a finales de los
años sesenta, el planeta se había limitado hasta entonces a Palomares y su
entorno y al barrio de la Vega y sus arrabales. Poco más. De modo que el
estudio del francés fue en verdad el descubrimiento del mundo, la revelación de
que más allá de nuestros paisajes cotidianos limitados había otra vida y que
era hermosa. Con el tiempo, de confesión en confesión, supimos uno y otro que
ambos la habíamos situado a usted, junto a otros astros, en el eje de ese nuevo
universo. De modo que en esto consiste la vida, en construir una mitología
personal más allá de herencias genéticas y ambientales. Y, claro, cuando esa
mitología es compartida, inevitablemente se transforma en una religión, aunque
sólo sean dos sus feligreses.
En esa arquitectura se inserta,
pues, la fecha en cuestión. Así como jugábamos con el nombre de los meses o nos
colocábamos un ramito de muguet en la solapa cada primero de mayo para
afrancesar las marchas del trabajo, aprovechábamos la fiesta francesa por
antonomasia para intercambiar presentes más simbólicos que otra cosa: pequeños
descubrimientos, literarios o musicales sobre todo y también algo que tuviera
que ver con el cine, que poníamos el uno al alcance del otro. Así compartimos
por primera vez À
bout de souffle, la película de Godard, y así caímos rendidos los
dos ante Belmondo y Seberg. Aunque el gran chasco me lo llevé yo al regresar de
mi primer viaje a Francia en el verano de 1980. Descubrí en Burdeos a una
cantante que me llamó la atención, Isabelle Mayereau, y
decidí comprar un disco suyo para Santos coincidiendo con aquella celebración
anual. Se lo entregué emocionado. Él observó el retrato de la portada y, sin
más, sentenció: “Tiene demasiada pinta de profesora de inglés… Mejor guárdalo
tú”. Supe entonces que su práctica religiosa era mucho más ortodoxa que la mía
y que su fe tendía inexorablemente a estrecharse.
Al
año siguiente, lo recordará usted bien, viajamos juntos a París. La tarde de
aquel día 14 me propuso que nos acercásemos hasta la rue de Verneuil, donde
usted residía con Lucien. No le acompañé, ya sabe, porque yo era entonces,
quizá lo sigo siendo, muchos más idealista o más cobarde, según se mire, y le
dejé ir. El resultado de aquella aventura lo conoce usted bien y no necesito
evocarlo ahora. El caso es que, como suele decirse, ahí empezó todo. O bien
comenzó a reescribirse de otra forma. Sin ir más lejos, el asunto que hoy
motiva esta carta se fue difuminando hasta morir definitivamente tres años
después. El tiempo de los juegos había tocado a su fin y Santos navegaba ya por
otros mares, así en los sentimientos como en su devenir laboral. Hasta el
final.
Así pues, estimada señora, un
servidor, de naturaleza fetichista en algunos aspectos, prosiguió no obstante
con la ceremonia estival con absoluta devoción. De tal modo, que años llevo ya
inaugurando esta estación en el momento exacto en que las ruedas empiezan a
girar en el Tour deFrancia y saludando cada mañana del 14 de Mesidor con una melodía venida
del norte. Le confesaré que para esta ocasión he seleccionado un disco suyo,
aunque debe comprender que no siempre ha sido así. No llego a tanto. Enfants d’hiver, que
es el título elegido, me ayudará de paso a soportar los calores que nos
castigan: “Hay un país / inexplicable, / inaccesible / como los muertos. / He
pasado mi vida buscándolo. / Como una película en súper ocho / rebobino mi
vida”.
Con todo aprecio, Madame.
Publicado en Tam Tam Press, 14 julio 2017
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