Una
persona es simple, dice María Moliner, a causa de su falta de listeza o de
malicia; pero también, en un sentido más despectivo, simples son los bobos,
tontos y necios. Es lo que tienen los llamados emoticones, suprema muestra de
una comunicación más que simple, donde no está claro si falta inteligencia o
perversidad pero que, desde luego, son la perfecta catapulta hacia la memez.
Esos
muñecos invasivos, a pesar de componer seguramente una forma de comunicación
global, lo cual podría ser una gran virtud, no dicen nada sin embargo porque no
apelan a la razón sino a la emoción. No hay actividad mental en ellos, sólo
epidermis; no hay mensaje, sólo chasis; no hay discurso, sólo puerilidad. Su
generalización, por tanto, es la generalización de un comportamiento, de una
manera de pensar perezosa y de una forma de expresión apocopada.
De
ahí la gravedad de la última colonización llevada a cabo por estas figuritas,
la de servir para la valoración del servicio prestado a los consumidores en un
cada vez mayor número de actividades comerciales. Se trata, al parecer, de un
exitoso invento venido de Finlandia, donde la empresa matriz, una startup para variar, se forra el riñón
con una herramienta impensable años atrás. La atención recibida se valora con
este método a través del enfado o del contento, no con la inteligencia o con la
reflexión. Y de esa misma manera el ejercicio laboral se mide con la simpatía o
el desagrado, no con el razonamiento o la sensatez. El uso que de este sistema de
valoración pueden hacer posteriormente las empresas y su repercusión sobre el
futuro de los trabajadores es, como poco, cuestionable.
Es
lo que tiene lo simple y lo que de ello hacen quienes saben utilizarlo, ya sea
para medir procesos, ya sea para manipular individuos. En cualquier caso, para
hacer negocio, cuanto más fácil mejor, que es lo que se lleva en estos tiempos
alelados. Por ese motivo, clamar, actuar y rebelarse contra lo simple es hoy
una imprescindible actitud revolucionaria.
Publicado en La Nueva Crónica, 2 julio 2017
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