Fue el pasado mes de octubre cuando el Ministerio de Educación otorgó la
calificación de Campus de Excelencia Internacional de Ámbito Regional a la
propuesta presentada de forma conjunta por las universidades de León, Burgos y
Valladolid bajo el epígrafe “Triangular-E3. Los horizontes del hombre”. Evolución humana, ecomovilidad y
envejecimiento serán los tres lados que compondrán dicho triángulo, el último
de los cuales toca en suerte a la Universidad de León. Curiosamente, este hecho
tan relevante por el que casi todos nos felicitamos y para el que deseamos que
se confirme su correcta financiación en estos tiempos tan austeros, nos llevó a
pensar en el campus en un sentido físico con cierta melancolía y mirada
crítica, que es a lo que aquí vamos

Debió de ser
hace treinta años. El campus de Vegazana contaba entonces con un único
habitante y medio: la Facultad de Filosofía y Letras, que cedía parte de sus
aulas a los estudios de Derecho y otros recintos a los servicios centrales, y
la primera fase de Biológicas. Muy avanzado el curso 81-82, una tarde
primaveral se dejó caer por aquellos espacios lánguidos la escritora Carmen
Martín Gaite como parte de un ciclo de conferencias. Poco antes de la cita
académica, tuvo lugar una charla entre ella y un grupo de alumnos en el
Departamento de Literatura. Sus primeras palabras, al observar asombrada el
entorno desde la ventana, fueron una exclamación inolvidable: “¡Esto sí que es
un campus! ¡Pero si tiene vacas y todo…!”.
Efectivamente,
aquel campus, apenas un embrión de lo que iba a ser y de lo que ha acabado
siendo –que no es lo mismo-, tenía vacas pastando en sus inmediaciones, y
grupos de viejos paseando sus andares y acomodando sus sentares, y pandillas de
críos alborotados al salir del colegio, y seres diversos que se dejaban ir
desde las viejas casas de La Palomera y desde el estrecho barrio de San Mamés
hacia los prados abiertos de Vegazana. Y estudiantes, por supuesto, pocos
todavía y perfectamente identificables: los de Letras, buenos jugadores de mus
y grandes peripatéticos; los de Derecho, más finos y estilizados (pijos, se
diría hoy), que ya empezaban a ir en coche y que no jugaban a casi nada; y los
de Biológicas, de aire agrario o directamente pastoril, que jugaban a casi todo
aunque no siempre bien. Aquella biosfera duró poco, como era de ley, y tampoco
era esperable que fuese a conservar intacta la mayor parte de sus organismos y
especies, su ecosistema. Pero cuestión bien distinta era imaginar en aquellos
momentos en dónde y en qué desembocaría todo aquello.
Por ejemplo,
sin ser del todo descabellado, pocos podían sospechar que de allí saldría un
Presidente de Gobierno. Y, desde luego, lo que nadie aventuraba entonces era
que el campus, obligado evidentemente a crecer y a concentrar todos los centros
universitarios, acabaría convertido en lo que hoy es: una barahúnda urbana.

Vegazana ha
sido devorado al final por los elementos más turbios de la ciudad: el tráfico
rodado y el urbanismo enfermo. La especulación de la última década acabó
contaminándolo también y, por si fuera poco, un trazado vial discutible lo
saturó de vehículos en un embudo. Los edificios se amontonaron, los espacios
libres se convirtieron en aparcamientos, las zonas verdes acumularon descuido,
el carril bici nació marginal, lo peatonal propiamente dicho casi ha dejado de
existir, los valores estéticos resultaron dudosos y todo el lugar, en suma,
invita hoy al tránsito pero no a la estancia. Incluso las orgías alcohólicas
acaban siendo un ingrediente segregador: para los participantes, que se aíslan
en un lugar inhóspito del que se adueñan, y para los andariegos, que acaban
huyendo del bullicio como de la peste. En fin, nadie esperaba que el campus,
siguiendo las palabras de la novelista, acabase siendo un enclave bucólico,
pero sí que conservase horizontes en lugar de muros: muros de cemento, muros de
neumáticos, muros de ruido, muros de sudor y de vómito de verbena… Algo así
como un campus sin excelencia.
No nos vendrá
mal, por lo tanto, investigar sobre el envejecimiento, la ecomovilidad e
incluso la evolución humana, y aplicarlo en la práctica a nosotros mismos, que
es por donde debemos empezar, para descubrir lo mal que hemos envejecido en
algunos sentidos, lo dudosamente eficientes que somos cuando nos movemos y
cierta degeneración en nuestro camino evolutivo. La sede universitaria es a
grandes rasgos una muestra de todo ello. En definitiva, se trata de detenerse a
pensar sobre el entorno en el que habitamos, trabajamos o estudiamos para
mejorarlo, no simplemente usarlo sin mayores contemplaciones. A lo largo de los
tres últimos años, el Ateneo Cultural Jesús Pereda de Comisiones Obreras ha
tratado de impulsar esa disposición a través de las conferencias, actividades y
publicaciones del ciclo llamado “Pensar la Ciudad”. Casualmente, para este 2012
habíamos preparado un programa acerca de los otros sujetos de la ciudad, a los que
raramente se atiende en el diseño urbano: niños, enfermos, discapacitados,
mujeres y, sí, también personas mayores (no en balde es este el Año Europeo
para el Envejecimiento Activo y la Solidaridad entre generaciones). Pero no
tendrá lugar. La plaga económica, tan bien dirigida en algunos aspectos para
segar productos y bienes inconvenientes, se ha llevado por delante la
financiación de esta iniciativa en la que llegó a participar como entidad
colaboradora la propia Universidad de León. Ojalá pueda esta institución
recoger el testigo de algún modo, con excelencia o sin ella, al menos hasta que
tiempos más favorables para las ideas nos permitan volver a avivar nuestro
proyecto.
Publicado en El Mundo de León, 22 enero 2012