Evolucionamos,
pero no tanto. Por eso los dichos, que no sabemos muy bien a qué época se
remontan, no pierden actualidad por más que nuestras sociedades sean otras. Ya
nadie paga diezmos, evidentemente. En realidad, casi nadie paga nada al común,
si exceptuamos a los asalariados con nómina y algún que otro altruista. Según el New York Times, el fraude fiscal es muy común
entre las grandes familias, las grandes empresas y la gran banca. La propia
Agencia Tributaria española señala que el 74% del fraude fiscal se centra en
estos grupos, con un total de 44.000 millones de euros que el Estado español no
ingresa. Sin embargo, la gran
mayoría de sus investigaciones por fraude se centra en los autónomos y
profesionales liberales, cuyo fraude fiscal parece que representa sólo el 8%
del total.
En suma, que no hay mucho trigo, pero sí mucha
predicación. Tanta que las monsergas sobre recuperación de la credibilidad,
resucitación del crédito y crecimiento del empleo se repiten sin rubor en cualquier
circunstancia, a pesar de que el producto de esos sermones se acerque más y más
al cero absoluto. Sin ir más lejos, esta provincia es un buen ejemplo de ello:
hace tiempo que su población activa no da para sostener a la inactiva
(pensionistas, desempleados y otros); hace tiempo que las empresas de
referencia, con honrosas excepciones, se agrietan, se arruinan o se liquidan;
hace tiempo que los sectores productivos más destacados, incluso sus
previsibles sustitutos en un nuevo modelo, están siendo exterminados. Pero el
mensaje político de las homilías dominicales no cambia: se hace lo que se hace
porque no hay otra opción y punto, lo cual nos devolverá la credibilidad, el
crédito y el empleo. Naturalmente, nadie cree ya esas prédicas y, como en el dicho
de referencia, las gentes reclaman otros alimentos distintos de la palabra de
Dios, que es lo más parecido a los actos de fe que los gobiernos nos exigen.

Por
ese motivo, porque pretende ser cosecha para pan, es bueno resaltar
informaciones que no suelen merecer suficiente atención y que, sin embargo, nos
alimentarían más que la mayoría de los titulares y desde luego mucho más que la
mayor parte de los sermones. Y es que la Organización Internacional del Trabajo
presentó el pasado 31 de mayo un informe titulado Hacia el desarrollo
sostenible: Oportunidades de trabajo decente e inclusión social en una economía
verde, donde se nos cuenta que la
transición hacia una economía verde podría generar entre 15 y 60 millones de
empleos adicionales en el mundo durante las próximas dos décadas y ayudar a
decenas de millones de trabajadores a salir de la pobreza. Enfrascados como
andamos (o nos hacen andar) en las cuitas económicas duras, apenas se ha
llamado la atención sobre tal informe que para esta provincia doliente apunta
algunas posibilidades de interés. Porque se señala en él que los cambios se
percibirán en toda la economía, pero la OIT estima que incidirán especialmente
en ocho sectores, algunos de ellos al alcance de nuestra geografía:
agricultura, silvicultura, pesca, energía, industria manufacturera, reciclaje,
construcción y transporte. Además, esto es doblemente interesante porque, según otro estudio de la Comisión Europea de este mismo
año, la creación de empleo en los sectores vinculados al medio ambiente ha
mantenido una tendencia positiva durante la recesión en comparación con otros
sectores: de los 2,4 millones de empleos en 2000 se pasó a 3 millones en 2008 y
se espera que lleguen a los 3,4 millones en 2012.
Es cierto que para ese horizonte se hacen necesarios
estímulos más que palabras (por ejemplo, esos 44.000 millones que nos hurtan
año tras año), pero también lo es que las palabras se convierten a veces en
auténticas tapaderas para los estímulos. Es lo que ocurre cuando, a fuerza de
repetir unas ideas y ocultar otras, como las indicadas en el informe de la OIT,
predicadores y oyentes acaban limitando la realidad en torno a unos núcleos de
interés que parecen únicos a pesar de no serlo. Contra lo que pueda parecernos,
el principal problema de España no es ni su deuda ni su déficit ni su prima,
sobre lo que no deja de hablarse y de adoptar medidas regresivas que no
conducen a ninguna parte. El problema más severo del país son en verdad sus
cifras de paro y la tragedia que sobre ellas se erige. Porque, llegado el
momento, podrá quizá sujetarse el déficit o amortiguarse la deuda; sucederá
incluso que la economía se estabilice y que vuelva a crecer modestamente; y
podrá ocurrir que hasta seamos capaces de levantar un dique para frenar la
marea del desempleo. Pero a pesar de todos esos supuestos, que no otra cosa son
hoy por hoy, las más de seis millones de personas desempleadas a finales de
este año seguirían sin tener futuro laboral y el conflicto social no cesaría.
Es urgente, pues, empezar a hablar del trigo
mucho más de lo que se habla. No podemos dejarnos enredar en la madeja verbal
de los palabreros que han hecho de todos nosotros unos cándidos expertos en
economía. Hay que resituar cuanto antes los parlamentos en el eje de lo
verdaderamente necesario. Y es imprescindible atender a asuntos de mayor
relevancia para el común de la ciudadanía que los índices bursátiles y otros
trucos de la posteconomía.
Publicado en Diario de León, 23 junio 2012