
A lo largo del año 2021, mientras
centenares de leoneses y leonesas se amontonaban alrededor de eso que llaman
ahora palacio de exposiciones con el fin de vacunarse, no resultaba extraño
preguntarse cuántas de ellas conocían que pisaban tierra obrera. Nada en los
alrededores, salvo unas ruinas innobles sujetas por andamios, recuerda que en
esos solares residió la Azucarera Santa Elvira. No hay placas modestas,
indicadores u otros signos que guarden la memoria de lo que fue aquello, una
industria que alimentó a buena parte de la provincia durante sesenta años. Ni
siquiera la rotonda o glorieta o plaza que colocaron al lado lleva su nombre;
se lo han otorgado a una cofradía porque el poder en la ciudad de León sigue
siendo ostentado eternamente por los mismos grupos y familias. A nadie con
posibles se le ocurrió honrar la historia de la factoría muerta concediéndole
ese espacio para el recuerdo o plantando al menos en él, hoy yermo, una mata de
remolacha azucarera. No, lo que debe estar presente por los siglos de los
siglos es el Santo Cristo del Perdón, es decir, la cofradía que lleva ese
nombre.
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Foto: Ramiro (Diario de León)
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Por otro lado, la desnaturalización
de esa barriada, al otro lado del río Bernesga, se ha ido expresando también en
otros capítulos, como el de la integración ferroviaria, que merecería así mismo
gran comentario. Pero conviene, aunque parezca anecdótico, fijarse en otro
detalle relacionado con la propia factoría azucarera. Durante los años de su
vida y anexo a ella, existió un coqueto chalé ajardinado y con piscina,
destinado entonces a residencia de la dirección de la empresa y sus familias.
Recuerdo bien que allí acudían a bañarse jóvenes en los que yo
no me reconocía, no eran del barrio, eran gente de otro mundo. Con el tiempo,
el chalé se deshabitó, el jardín fue abandonado y poco a poco todo fue
empalideciendo. En 1992 la Azucarera cerró definitivamente y, años después,
fruto de especulaciones y otras crisis, acabó siendo el denominado “banco malo”
el dueño de aquel espacio residencial dejado a su suerte y condenado a la
decadencia. El chalé, o su semi-ruina, fue finalmente ocupado y, a la postre,
derruido para evitar ese tipo de dolores de cabeza a los propietarios, que
habían conseguido antes que el ayuntamiento les aprobara la construcción en su lugar de un edificio de 18 plantas. Sin
embargo, en la actualidad, como era de prever, no sólo no creció allí tal
afrenta fálica, sino que lo que resta es un solar
triste, donde se acumulan desperdicios, que utilizan los pensionistas que
pasean por esas aceras inhóspitas para entrar a orinar cuando les aprieta la
vejiga. El ocaso.
Pues bien, si todo esto ha sido y es
así hoy en día, cómo esperar que alguien recuerde que allá por 1933, cuando la
Azucarera Santa Elvira se instaló en la ciudad de León, lo hizo gracias a la
herencia que recibió en forma de maquinaria (y cuentan que también su nombre)
de la que previamente había existido en la localidad de La Rasa, en la
provincia de Soria, y que en aquel entonces fue liquidada. Las
deslocalizaciones tienen estas cosas. Seguramente, en aquellos tiempos, a quien
le tocó llorar la pérdida fue, entre otros, a Marcelino Camacho, célula madre de
CCOO, que vivía con su familia en la casilla levantada a la orilla de la vía
del tren que unía Valladolid con Ariza, por desgracia hoy también clausurada.
Si ferrocarril y azucarera fueron a principios del siglo XX las fuentes de vida
para aquel pueblo soriano, igual sucedió en el barrio leonés donde vinieron a
unirse instalaciones azucareras y ferroviarias. Y algo del alma de Camacho
debió de llegar con todo ello, pues al cabo de los años ese barrio fue conocido
como barrio Lenin, toda una declaración de evidencias para una ciudad
provinciana en la segunda mitad de ese siglo.

En fin, el caso es que se caen al
lado los emblemas de nuestra vida colectiva y se pasa página, nadie vela por lo
que fueron y significaron, se opta siempre por la demolición en sentido amplio.
Más aún si lo demolido no tiene que ver ni con reyes medievales ni con el poder
económico ni con el poder religioso que han gobernado y gobiernan todavía la
ciudad de León. A ellos se les dedican calles, plazas, monolitos y todo tipo de
señales. Pero si lo perdido tiene que ver con el mundo del trabajo, es decir,
con la generación de riqueza para todos, se opta directamente por el olvido. Se
dirá que no fue así con la industria de los antibióticos, ubicada un poco más
allá del escenario del que hablamos, porque aún se nombra como tal la fea
avenida que la bordea, pero no nos engañemos: aquello era aristocracia, también
laboral por supuesto, vinculada en su origen a la sacrosanta Facultad de
Veterinaria y a otros inversores de postín, y eso, claro, es otro nivel. Además,
está en el extrarradio y no ofende ni afrenta fervores inquebrantables.
Publicado en Nueva Tribuna, 19 diciembre 2021