Se preguntaba
y se respondía Valle Inclán por boca de Max Estrella, el personaje central de Luces de Bohemia: “¿Qué sería de este
corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos
coléricos… Quizá un poco más tontos… Aunque no lo creo”.
Bueno sería,
casi un siglo después, conocer cuál habría de ser el pensar y el sentir del
escritor ante un país donde el sol y su
comercio se han convertido casi en el principal motor de la hacienda. Ya no es
que nos marque el carácter; es que, si bien se mira, condiciona casi todo
nuestro existir, así en materia laboral y económica como en comportamientos y
ritos cotidianos. Sea como fuere, los meses estivales venían acompañados
siempre, aparte del sol, con sensaciones placenteras que todos mimamos en
nuestra memoria y trasladamos al cine y a la literatura como paraísos perdidos:
bicicletas, lujurias y azoteas, fuego en el cuerpo, ventanas indiscretas… Hasta
capaces éramos de deleitarnos con películas tan soporíferas hoy como Verano del 42. Así funcionan las
emociones, que son sabias y que nos alejan de lo que en la actualidad destila
esta estación excesiva por sus cuatro costados: alertas por olas de calor,
sequías más o menos constantes, obsesión por el viaje, invasiones turísticas,
incendios bárbaros y mercados de fichajes para darle al balón cuando el calor
pase. No se trata de que el tiempo pasado fuese mejor, sino que la emotividad
nos traiciona y el drama presente nos aturde. Y nada hay, en fin, como el
marketing para manejar engaño y desconcierto y convertir así el estío en un
supuesto tiempo de esplendor y de ansia donde todo se permite y que todos, en
mayor o menor medida, tratamos de gozar y de calmar.
Al cabo, no
encontraremos mejor estación que ésta para confirmar nuestra condición de
vecinos del Callejón del Gato, con cuyas conductas grotescas Valle hubiese
construido todo un cosmos sistemáticamente deformado por los espejos cóncavos.
Tal vez a través de los ojos turbios del poeta ciego Max Estrella.
Publicado en La Nueva Crónica, 25 junio 2017