Resulta
que el universo lingüístico tampoco escapa del estigma de la edad
poscontemporánea. Los procesos de mundialización y el triunfo de las
tecnologías son, junto a otras perezas de los hablantes, los soportes sobre los
que se fundamenta esa nueva alma de las lenguas. Lo primero deshace,
desperdiga, mezcla. Lo segundo reduce, unifica, impone. Y, en fin, la desidia
lo abraza todo, así en la comunicación como en el completo existir.
En
1492 Antonio de Nebrija escribía en el prólogo de su Gramática de la
Lengua Castellana "que
siempre la lengua fue compañera del Imperio, y de tal manera lo siguió, que
juntamente comenzaron, crecieron y florecieron, y después junta va a ser la
caída de entrambos". Conforme a ello, sabemos que lenguas e imperios han
ido en compañía y que, hoy, la descomposición de las lenguas es también la
descomposición de los imperios. La multilateralidad política implica así mismo
la multilateralidad idiomática. Y en ese devenir sólo pierden, lógicamente, los
entes menores, que poco pueden hacer por resistir al desorden y a la disputa: diez
mil años atrás, cuando había en la Tierra unos 10 millones de seres humanos, se
hablaban más de 20.000 lenguas, de las que en el siglo pasado quedaban unas 6.000;
según la UNESCO, 200 se han extinguido en el curso de las tres últimas
generaciones y en la actualidad hay unas 3.000 en riesgo de extinción. Pero,
¡cuidado!, la reducción no implica que tarde o temprano compartamos, como
desean los románticos, una única lengua universal. Será más bien un pastiche
dinámico sin norma, gramática ni unidad, construido por necesidad de los
hablantes móviles. Es lo que empieza a suceder ya en el principio de esta edad.
¿Y
qué será entonces de las lenguas de las españas? El escritor nicaragüense Sergio Ramírez nos ofrece garantías de
pervivencia sobre una de ellas: “Español de islas y tierra firme, deltas,
pampas, cordilleras, selvas, costas ardientes, páramos desolados, subiendo
hacia los volcanes y bajando hacia la mar, ningún otro idioma es dueño de un
territorio tan vasto”. La territorialidad es un aval, sí, tanto como ser la
tercera lengua más utilizada en la red, aunque el efecto pastiche tampoco puede
ignorarse, sobre todo en el territorio primitivo y entre sus habitantes, y
habrá que ver en qué deriva. Pero cabe preguntarse qué puede ocurrir con
nuestras otras lenguas hispanas,
máxime en unos momentos de nuevas fiebres nacionalistas, también muy
poscontemporáneas. Pues bien, recientemente el filólogo e historiador Francisco
Rico ha escrito en relación con ello: “No sé si en las escuelas se presta la
atención adecuada a las lenguas de todas las naciones que conviven en cada una
de las regiones españolas. Es diáfano en cambio que el estado no ha sabido
asumir y favorecer su conocimiento. Sería un despropósito que un parlamento no
privilegiara el empleo del idioma común. Pero esa evidencia utilitaria no quita
que haya muchos otros caminos para promover nuestra multiplicidad lingüística”.
Se
nos ocurre que uno de esos caminos debería ser desprenderse de prejuicios, por
otra parte y por desgracia tan acentuados en la cultura castellana. No tanto,
seguramente, por tendencia natural de los castellanoparlantes como por influjo
de gobiernos y de otras intelectualidades malsanas. Todos deberíamos coincidir,
para empezar, en la importancia de conocer unos mínimos rudimentos de catalán,
vasco o gallego, algo muy al alcance, y sentir que la supervivencia del
conjunto es tan relevante como la de cualquiera de sus partes.
Publicado en Tam Tam Press, 23 diciembre 2013
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