Por
vigésimo novena vez el siglo XVII retorna esta semana a la ciudad leonesa con
sus panderetas y sus mustios clavelitos, como cantaba el dúo Vainica Doble.
Otras antigüedades se han paseado y se pasean por esas mismas calles con
notable frecuencia: carros engalanados y pendones, mercados romanos y
medievales, procesiones y conciertos del impresentable Osborne. Hasta un
pasacalles hubo hace unos días heredero de la mejor tradición del Teatro Chino
de Manolita Chen. Es sin duda la contribución de la ciudad de León (y de los
concejales del ramo) a la modernidad.
Todo
ello, se dirá, para mayor gloria y crecimiento del turismo, la única actividad
económica que, al parecer, nos va a sacar de pobres merced a la desinteresada
generosidad de la hostelería toda y de las muy ingeniosas administraciones. Y
todo eso estaría muy bien, claro, si no fuera porque ese turismo tiene otro
rostro tan rancio como lo arriba citado: precariedad laboral, horas extras
impagadas y fraude generalizado.
Cuentan,
por ejemplo, que el presente está siendo un año magnífico para el sector
gracias sobre todo a los muertos que se producen en otras latitudes y que, en
gran medida, se han recuperado los precios (o se han superado incluso) previos
a la crisis. No cuentan, en cambio, que ese florecimiento de las cifras no
tiene correspondencia en los salarios de los profesionales, que apenas se han
incrementado en un 1%; ni en los contratos, que en un 50% lo son a tiempo
parcial; ni en la reducción de horas extras, que llegan al 20% y que, en el
mejor de casos, se pagan en dinero negro porque en otros ni se pagan.
Para
estas consideraciones, en fin, no hace falta entrar en la altura intelectual de
las propuestas que pretenden motivar ese turismo, lo cual nos puede conducir a
una depresión de otra índole. Por no mencionar tampoco el impacto cultural
sobre los indígenas, que tampoco andan sobrados de estímulos. Tunos y tunas, en
todo su esplendor, se confunden en ese empeño y sobrando andan más palabras.
Publicado en La Nueva Crónica, 18 octubre 2016
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