No
hizo falta que todas las agencias meteorológicas del planeta publicaran sus
informes para calificar el año 2016 como el más caliente de la historia contenida
en sus registros ni que el Boletín sobre los gases de efecto invernadero
que publica anualmente la Organización Meteorológica Mundial hable ya de una
nueva era de realidad climática. No fue necesario porque, poco antes del
chaparrón de anuncios apocalípticos, ya la Geología se había encargado de meter
más leña al fuego y confirmarnos, desde la esfera de sus estudios, que la edad
poscontemporánea es o será también el principio de una nueva era geológica: el
Antropoceno. Aseguran que emisiones de gases, contaminación por plásticos y microplásticos, residuos
industriales, acidificación de océanos y pérdida masiva de biodiversidad, todo
ello provocado por el ser humano desde mediados del siglo XX, acabarán por
hacer reconocible una línea de plutonio en la estratigrafía que dará por cerrado
definitivamente el Holoceno.
Pero esta senda de lo
desconocido por la que transitamos, pendiente siempre de tantas verificaciones,
es a la vez nueva y vieja. Demasiado vieja tal vez, demasiado terminal.
Quienes, conocedores de la irreversibilidad de los cambios y sus consecuencias,
optan por una mirada cáustica van todavía mucho más allá de las leyes de la
Geología y anuncian, como hace Stephen Hawking, que “la supervivencia de la
raza humana dependerá de su capacidad
para encontrar nuevos hogares en
otros
lugares del universo, pues el riesgo de que un desastre destruya la Tierra es
cada vez mayor”.
Así que volvemos a girar
la mirada hacia ese más allá celestial por donde, en realidad, vagando andamos
desde tiempos inmemoriales. La mirada y también el oído, que es lo
auténticamente novedoso en esta edad. Si bien los hay que todavía insisten en
los viajes a Marte por entre cien y doscientos mil dólares o en los mares de
agua bajo la superficie de Europa, el satélite más observado de Júpiter, lo
cierto es que las miradas nos la dirigen ahora (todo está teledirigido dentro y
fuera de la Tierra) hacia el exoplaneta Próxima b, situado en la zona habitable
de su estrella, Próxima Centauri, a solo 4’5 años luz de nosotros. Allí, según
ha publicado la revista Nature, puede
encontrarse el mundo más parecido al nuestro, aunque, curiosamente, no de allí
parece venir el último grito acústico que nos aturde: una señal de radio
procedente de una estrella situada a 95 años luz, en la constelación de
Hércules, de potencia inexplicable. Cuentan que la señal recibida fue semejante
a un beeep, que se prolongó durante unos segundos, y después volvió el
silencio. En fin, suficiente, no obstante, para disparar todas las hipótesis en
este contexto de nuevas eras geológicas y de repetidas, y más que nuca
necesarias, ensoñaciones cósmicas.
Mas toda esta inflación de
referencias acaba de ser coronada con la edición para fetichistas de los discos
dorados que la nave Voyager conduce mucho
más allá del Sistema Solar después de casi cuarenta años de travesía: tres
vinilos con saludos en cincuenta y cinco idiomas y otros sonidos terrícolas
como grillos, pájaros, chimpancés, pisadas, la sirena de un barco, latidos de
corazón, viento… y la Música de las
Esferas en versión de la pionera de la música electrónica Laurie Siegel.
Aunque, si somos totalmente sinceros, para muchos de nosotros la música del
universo sigue estando protagonizada por El
Danubio azul, de Johann Strauss, con el que Stanley Kubrick vistió su
odisea en el espacio. O, de forma más
minoritaria quizá, por la lírica de Elena Soto, que sabe unir como nadie
ciencia y poesía: “El firmamento también fue un niño frágil / apenas
reconocemos su carita de antaño / en la Gran Nube de Magallanes o en la galaxia
de Andrómeda. / Quizá sea consciente de que va hacia el gran desgarramiento / olvidando
que en la infancia temió a la energía oscura”.
Publicado en Tam Tam Press, 25 octubre 2016
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