Dijimos
un año atrás en estas páginas, siguiendo el saber de la profesora Josefina
Martínez, que durante una época de la vida nos pasaban cosas y apenas nos
pasaba el tiempo, pero que en otra, la actual, pasa el tiempo y apenas nos
pasan cosas. Y cuando empiezan a pasar, como en este nuevo invierno, en muchos
casos son simples anuncios de que poco a poco tendemos a desaparecernos.
El
mutis de Moncho en la frontera entre años y el eclipse de Víctor Matamoro en
plenos fríos de enero, ambos inesperados, abren un agujero negro tanto en
nuestras memorias como en los espacios a los que un día dieron sentido. Más
aún: esas abruptas evaporaciones provocan un vaciado en el relato, como se dice
ahora, de cuanto fueron ellos y en ellos fuimos. Nadie firmará a la postre la
crónica en primera persona del entrañable Cafetín ni de la librería de lance, y
bien que habría materia para contar de uno y otro establecimiento. Nadie
tampoco narrará en los jolgorios de no se sabe qué aniversario los pasos
inaugurales de la universidad leonesa, idos ya y no escuchados lo bastante su
primer rector y ahora su gerente primero.
La
ciudad toda y toda la institución debieran llorar ambos quebrantos, así por las
personas como por lo que dejaron de contarnos. Mucho es y trascendente en los
dos casos, pues ni ocuparon lugares menores ni fueron los suyos papeles
secundarios. Y alguien, aparte de por la estima que nos merecieron, debiera
hacer lo posible para que nos permanezcan de algún modo. Sería sencillo, por
ejemplo, conceder sus nombres a la feria anual del libro antiguo y de ocasión o
a un espacio académico por ligero que fuera. No recuperaremos sus historias
pero guardaremos su recuerdo aun más allá de nosotros mismos.
Así
seguirán, por esos derroteros y hasta el acabamiento, los inviernos que restan.
Ley de vida es, por más que el tránsito haya sido tan cruel en esta suerte.
Como de ley es sin duda propagar la honra de quienes nos convivieron y
beneficiaron con el don dichoso de la felicidad.
Publicado en La Nueva Crónica, 26 enero 2020
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