Tiempo atrás, en aquellos debates primitivos sobre la globalización, el representante de una organización profesional agraria, la más destacada de ellas, la más de derechas, se quejaba de la competencia desleal motivada porque algunos países permitieran sin trabas el cultivo de transgénicos, es decir, de productos genéticamente modificados. La solución, según él, no era combatir esa permisividad que supone riesgos alimenticios, sino otorgar barra libre a todos los agricultores para que procedieran como mejor estimaran en sus campos. No es fácil determinar si esa propuesta era ingenuidad, ignorancia o maldad. Lo que sí se deduce de ella es que no hay nada mejor para combatir el delito que declararlo legal: ya no hay delitos.
Es lo que nos sucede ahora en tantos ámbitos de nuestra realidad desordenada, cuyo más notable ejemplo es la condena entre paréntesis, esto es, sentencia sin castigo, al casi Presidente de los Estados Unidos. De eso se sirve precisamente el artista para enlazar con una tradición muy europea, la de Berlusconi y Jesús Gil, entre otros, para proclamar que el pueblo le ha juzgado y le ha absuelto a través de las urnas. O, de otro modo, son las urnas al parecer las que determinan si existe o no delito, lo que, atendiendo a cómo se las gasta una parte de la judicatura, tampoco extraña a nadie. La ley en sí, el procedimiento todo y el llamado derecho procesal han pasado a mejor vida en estos tiempos revueltos.
Con todo, el mayor dislate se produce cuando alguien poderoso o con posibles juega a determinar lo que es o no es delito y hace -el que pueda hacer que haga, dijo Aznar- lo que le viene en gana porque cabe todo en la justicia si se quiere y, sobre todo, si se puede. Esto es lo que nos deja inermes y desamparados. Esto es lo que empieza a generalizarse y no sólo en redes inmateriales: la sumisión ante quien ejecuta la ley en lugar del sometimiento a la ley. Así ocurrió cuando Chendo quiso regatear a Maradona: los pajaritos dispararon a las escopetas.
Publicado en La Nueva Crónica, 19 enero 2025
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