Fui una vez más al hospital. En este caso me habían solicitado un fibroscán del hígado para verificar si el hierro que sobra en mi sangre se acomoda en él y lo maltrata o no. Fue que no. Sin embargo, sucedió como cuando visitas un taller: pides que te cambien el limpiaparabrisas y te acaban recomendando que sustituyas las cuatro ruedas y te advierten de que hay un ruidillo en el motor al que conviene estar atentos. Tiene grasa, me dijo la especialista en un exceso admirable de profesionalidad, así que olvídate del pan, de las magdalenas del desayuno e incluso de la fruta, entre otras restricciones. Pero el hierro está bien, no te inquietes.
Al regresar a casa, me di de bruces con la panadería del barrio, ese establecimiento que hasta la fecha me hacía feliz con todo su surtido grasiento. Nunca lo había considerado así. Dudé si entrar o no a comprar una barra y un croissant para el desayuno. La compré. Croissants no quedaban. Confieso que me sentí raro, como si estuviera pecando, como si mi panadero, un hombre amable como pocos, hubiera mutado de repente y se hubiese convertido en el estanquero, que es quien me vende los venenos. Miré de reojo todo el repertorio de panes, pastas, pasteles, empanadas, hornazo, orejas de carnaval, bomboncitos… y me despedí de ellos para refugiarme en el baño de casa, donde sigo aún pendiente de resolver cómo proceder.
Quiero decir que, más allá de mi salud, que sin duda debo proteger porque me hago viejo y no quisiera ser un viejo seboso, no sé bien cómo explicar en la panadería que tenemos que romper. Mejor dicho, que es mi hígado, sólo una pequeña parte de mí, por más que importante, quien dice que tenemos que hablar, hasta aquí hemos llegado, sin acritud, estuvo bien mientras duró y quedamos como amigos. ¿Cómo se verbaliza todo eso, cómo se supera ese duelo? Confieso que estoy desorientado y temo mucho portarme como un amante estúpido. Lo que sí sé es que he roto relaciones con mi hígado y que me ha resultado bastante más sencillo.