Asombro. No de otro modo puede explicarse el tiempo y el mundo en que vivimos. Con asombro y con una buena parte de su familia semántica, esto es, pasmo, desconcierto, estupefacción, estupor, extrañeza, conmoción, confusión, aturdimiento, sobrecogimiento, espanto, perplejidad, absurdo, insólito, inaudito, inexplicable, atónito… La oferta del vocabulario es amplia, suficiente al menos para que cada cual elija el producto de acuerdo con sus personales impresiones, aunque a mi juicio el asombro lo engloba todo sin necesidad de matices, es decir, causar gran extrañeza hasta el punto de dejarnos casi sin respuesta, sin explicación racional, sin escapatoria. Es un tiempo y es un mundo que cabalgan desbocados hacia la alucinación.
Lo asombroso es algo de difícil comprensión y, por tanto, de complicada aceptación. Quizá por eso hubo un tiempo y un mundo más sencillos donde si salías a la calle o veías un programa de televisión o escuchabas un discurso y te asaltaba tal reacción, eso venía a significar que estabas envejeciendo en algún sentido, que te habías quedado varado en otro tiempo y en otro mundo. Así lo afirmó en una lejanísima entrevista el escritor Manuel Vicent y seguramente tenía razón. Entonces. Pero hoy el asombro no es un problema de generaciones, sino cultural, y, en consecuencia, afecta a las personas de un modo mucho más transversal, no importa la edad que se soporte. El asombro nos sitúa fuera de escena, fuera de campo, fuera de foco y no se encuentran herramientas cabales para recolocar la imagen.
O tal vez sí, aunque parezca ingenuo decirlo: el pensamiento, ejercer la dura tarea de pensar, detenerse a pensar. Pensar cansa, pero no mata, como sí lo hace en cambio el asombro. Pensar supone alimentar las neuronas, es decir, ilustrarse, leer, observar, valorar, sopesar, decidir, verbos todos ellos de ardua conjugación, es verdad, pero no hay otra opción. Sobre todo porque después del pensamiento ha de llegar necesariamente la acción. Pero nunca al contrario.



