El amanecer de aquel día de noviembre no vino acompañado del sonido habitual de cada mañana. La megafonía de los dormitorios de la Laboral se acomodó al compás de la música clásica e ignoró aquellas otras melodías con las que abríamos los ojos en el internado: Cat Stevens, Bad Company, David Bowie, cosas así. La música que nosotros mismos comprábamos en una tienda de discos de Zamora.
De modo que aquel despertar anunciaba cambios notables. Veníamos advertidos y no fue una sorpresa. Durante el desayuno, los salesianos que nos tutelaban confirmaron la noticia sin mayores emociones: había muerto Franco, las clases se suspendían y, al mediodía, nos recogerían los autobuses para devolvernos a nuestras casas por un tiempo. Como en vacaciones. Así lo vivimos nosotros en aquellos momentos y lo celebramos. Lo de la muerte también, aunque de una forma más discreta. Éramos adolescentes todavía, pero ya sabíamos ser cautos.
La música clásica duró lo que duró aquella fractura en el discurrir académico, no otra compañía había para las imágenes en blanco y negro de la televisión. Así que regresar al internado fue también el regreso a nuestra banda sonora cotidiana, aunque las conversaciones se abrieron a nuevos contenidos según la información que cada cual aportaba desde sus casas. Había de todo, pero predominaba un tono guerrero. Ese tono que vino a plasmarse en el comienzo de año con un recital de Luis Pastor en nuestro salón de actos. ¿Quién le conocía entonces, en qué instituto habría actuado antes, en qué parroquia? Fuimos privilegiados también en eso, en introducir nuevos cantables en nuestro repertorio. Lo más parecido había sido un concierto de Aguaviva años atrás.
Y así pusimos fin al bachillerato, a lomos de Labordeta y de Jethro Tull al unísono, mezclando Lluis Llach con Pink Floyd como quien no quiere la cosa, picando en todos los pentagramas. Cincuenta años después el inventario ha crecido, como lo han hecho libertad y derechos, muy a pesar de irredentos y revenidos.

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