No hay duda, es salir a la calle, sentir el calor, subir al coche y escuchar la voz de Desireless entonar Voyage, voyage: “viaje más allá de la noche y el día (…) en el increíble espacio del amor…” Así es, ha sido, este tiempo de verano que tiende a consumirse, este año casi de un modo literal, y esparce sus huellas sobre un mapa afectivo que permanece más allá del calendario.
No, no fueron destinos elegidos ninguno de esos nombres que parecen de comunión obligatoria, aunque no tengan por qué serlo, no lo fueron ni las aguas de Conil de la Frontera ni los desiertos de Namibia, tampoco el susurro clásico del teatro de Mérida, ni siquiera un festival de música de los que tanto abundan, ni una casa rural ni un parador ni una bodega donde ofrecen catas de vino. Todo lo contrario, Desireless, ella es así, quiso conducir el vehículo, en el increíble espacio del amor, hacia parajes menos selectos, mucho más humildes, seguramente fuera de toda guía turística porque el viaje siempre queda al margen de los espacios trillados, por más que sea difícil escapar de cuanto nos programan. Nos programamos. En ese plan –voyage, voyage– nos atardeció suavemente en Valderas o nos dio por sentarnos en el jardín de Borrenes antes de que lo rondara el fuego, nos acercamos una mañana al bar de Izagre o paseamos bajo un sol severo sobre las murallas de Urueña, nos acompañó la poesía en un patio de Gordoncillo o tomamos un café en la sombra de un callejón en Ponferrada, nos permitimos el lujo de saborear un fin de semana en Curueña o nos asomamos al concierto de Swing Combo en la Plaza de Santo Martino. Todo eso fue el verano, todo eso fue el voyage.
No sé, tal vez con otra música otro hubiera sido el resultado, su elección suele ser decisiva. Al cabo, son las canciones las que nos llevan allá donde acabamos yendo, su estribillo nos conduce y su melodía nos impulsa. Por eso es importante ser selectos con el cancionero y no abandonarse sin más a las músicas de ambiente cuyo rumbo apenas emociona.