La
acción de delatar tiene mucho que ver con el chisme, la traición, el soplo e ir
con el cuento a alguien. Lo mismo que el delator está emparentado con el
chivato, el acusica y el soplón. Así lo describe el Diccionario de María
Moliner, donde dicha entrada, aparte de su estricta definición, aparece cargada
de connotaciones más bien negativas y despreciables.
Sin
embargo, la delación ha vuelto a ponerse de moda en esta España de costumbres
rancias y filas prietas, animada por un Gobierno experto en ocurrencias y mala
leche. Impulsado por unos contextos más que adversos que le sirven de coartada,
no ha dudado en reavivar en nosotros las maneras guerracivilistas a la par que
nos va convirtiendo a todos en sospechosos o en espías. Así procedió el
Ministerio de Empleo y Seguridad Social con su Buzón de lucha contra el fraude laboral donde, bajo el absoluto
anonimato, podías sacarle los colores a un vecino jubilado que seguía con sus
chapuzas en el pueblo. Con ese mismo sistema, ahora podemos también sumarnos a
la campaña Stop Radicalismos
promovida por el Ministerio del Interior y, gracias a nuestro sano juicio y
mejor olfato, identificar a individuos con pinta radical (a saber). Todo ello,
naturalmente, con el soporte oficial y desde las propias páginas web
gubernamentales. Limpio y radiante comportamiento cívico.
En
suma, que no contentos con todos los mecanismos de control, vigilancia y
observación indiscriminada de la ciudadanía, no satisfechos con cámaras,
radares, pinchazos telefónicos, tráfico de datos y otros rastros digitales o
analógicos, no lo bastante sonrojados por los casos Assange, Snowden y
Falciani, los gobiernos han decidido metamorfosear a sus súbditos en presuntos
delincuentes o en presuntos policías y transformarnos en actores de un más que
peligroso juego de acecho e insidia. O lo que viene a ser lo mismo: el simple
ojo orwelliano mutado en compuesto ojo de insecto con infinitas unidades
receptivas para que nada escape al examen del Big Brother.
Publicado en La Nueva Crónica, 15 diciembre 2015
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