Lo
que siempre fue un concepto tan elemental como sólido y sus protagonistas, una
clase medianamente organizada y sentida, reclaman hoy los plurales y una más
fina lexicografía. Lo primero porque la desintegración laboral así lo aconseja
y lo segundo porque no vaya a ser que alguien se ofenda. Aun con todo, algunas
notas se pueden ir redactando ya acerca del ser de los trabajos y del alma de
sus actores en esta nueva edad.
Al
margen de las crisis y de sus trastornos, unos pasajeros y otros no, parece
evidente que son numerosos los factores que contribuyen a redefinir la idea
clásica del trabajo. Ramón Alós enuncia en su libro El sindicalismo ante un cambio de ciclo seis agentes del cambio,
que serán una constante durante los próximos decenios: 1) el paro y
la precariedad en el empleo; 2) la noción misma de trabajo; 3) la dispersión y
la fragmentación de la producción, a las que se añade la subcontratación; 4)
las relaciones triangulares, por las que una persona contratada por una empresa
presta sus servicios en otra; 5) la gestión de los recursos humanos, y 6) la
globalización y “financiarización” de la economía. Diego Beas en La reinvención de la política añade
todavía un número 7) el vertiginoso desarrollo de la informática [y de las
tecnologías, podemos matizar nosotros] a lo largo del último medio siglo.
¿Quiere
esto decir que la selva laboral será el único paisaje que conozcan los
poscontemporáneos? No necesariamente. Aunque los factores antes nombrados ya
están haciendo efecto sobre los trabajos, otras fuerzas actúan a la vez como
contrapeso, entablándose de este modo una nueva dialéctica que está por
resolverse. Es en ese otro plato de la balanza donde se coloca la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible,
adoptada por la ONU el pasado mes de septiembre. Entre sus 17 objetivos incluye
el del trabajo decente, al que dedica expresamente el Objetivo 8: “promover el
crecimiento económico sostenido, inclusivo y sostenible, el empleo pleno y
productivo y el trabajo decente para todos”. Este objetivo global, reforzado
por metas específicas relativas a la protección social, la erradicación del
trabajo forzoso y del trabajo infantil, el incremento de la productividad, la
acción a favor del empleo de los jóvenes, la creación de PYME y el desarrollo
de las competencias, es una respuesta precisa a las necesidades económicas y
sociales de las personas y de los gobiernos en todo el mundo. Y apunta, frente
a lo arriba indicado, otro rostro y otra expresión de los trabajos.
En
esa misma línea, no se debe olvidar tampoco una referencia fundamental, la de
la Organización Internacional del Trabajo (OIT), fundada en 1919 y a punto por
tanto de cumplir su primera centuria. En su seno, los 186 estados miembros
comparten al menos en la teoría cuatro objetivos estratégicos no discutidos: 1)
promover y cumplir las normas y los principios y derechos fundamentales en el
trabajo; 2) crear mayores oportunidades para que mujeres y hombres puedan tener
empleos e ingresos dignos; 3) mejorar la cobertura y la eficacia de una
seguridad social para todos; y 4) fortalecer el “tripartismo” y el diálogo
social.
De
momento, los dos polos que pugnan por el futuro laboral no están equilibrados.
La situación actual inclina más bien la balanza hacia el lado oscuro: el 46% de
los empleos en todo el mundo son de “mala calidad”, unos 1.500 millones de
personas lo padecen, y el desempleo alcanza ya a otros 197 millones. No estamos
como para sentarnos en un queso y comer de otro.
Publicado en Tam Tam Press, 16 febrero 2016
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