Zarrapastrosa,
dice Víctor García de la Concha, es nuestra manera de usar la lengua hoy en
día, y seguramente tenga razón el director del Instituto Cervantes con sólo
advertir que apenas si utilizamos 2.000 palabras de las casi 94.000 que tiene
la lengua española. Aunque cabe decir que zarrapastroso ha sido casi siempre el
trato concedido por los hablantes a sus lenguas, si exceptuamos a filólogos y a
otros viciosos de esas humanidades tan improductivas. Todos sabemos al fin y al
cabo que las lenguas evolucionan a partir de sus empleos más corrientes y, de
hecho, a nadie le debe extrañar que afirmemos que nuestra lengua no es otra que
un latín vulgar, bastante vulgar en verdad; más o menos como la lengua catalana
o la gallega, que en esto no hay independencias que valgan: todo, me temo, se
lo debemos a los lacayos de Cicerón.
Sin
embargo, lo que no dice el sabio es que zarrapastroso es nuestro mundo en
general y que la lengua no escapa de esa condición de descuido que todo lo
invade. Que hubo y habrá tiempos más elegantes no se duda y que en paralelo
también en ellos el uso de la lengua fue y será más pulcro tampoco. Por lo
tanto, lo que nos debe inquietar es en realidad todo ese desaliño maleducado
que tiende a convertirse en noma y que incluso es reído de un modo impúdico.
Zarrapastroso es el modelo que encarna, por ejemplo, Donald Trump con toda su
corte y zarrapastrosa es la política de la Unión Europea en materia de
refugiados. Zarrapastrosa es la actual legislación laboral y su coro de voces
laudatorias, lo mismo que la corrupción toda y sus excusas de baja estofa. Y
Zarrapastroso es un país donde uno de sus ídolos más venerados se llama
Torrente o que envía al zarrapastroso festival de Eurovisión para representarlo
una canción en inglés, que es una lengua germánica vulgar. Todo esto sin
atender a la lista de los programas más vistos en televisión, en cuyo caso lo
zarrapastroso supondría llevar demasiado lejos la licencia poética, como diría
don Mariano Rajoy.
Publicado en La Nueva Crónica, 9 febrero 2016
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