Todos
los discursos acaban dirigiendo su mirada hacia la educación, máxime en un
contexto como el actual donde, conscientes de los cambios que se producen o que
se anuncian, convenimos que en ella reside buena parte del porvenir. Pero esas
sanas intenciones, que en muchos casos no van más allá de lo declarativo,
cuando no son las más de las veces directamente incumplidas, ignoran sin
embargo que la educación no es tanto un remedio como un verdadero problema a la
hora de perpetuar la segregación social. Así lo ha sido a lo largo de los
siglos sin que nada se haya resuelto hasta la fecha.
Sin
entrar en sus virtudes, incuestionables se mire como se mire, el hecho
educativo, frente a lo que se quiera pensar en un sentido contrario, contribuye
como un soporte indispensable y sin igual al mantenimiento eterno de las
desigualdades. Ése es el problema. No es extraño, pues, que en las sociedades
presentes sea asunto más que recurrente para consolidar ese reinado de la desigualdad
en que se han convertido. Pero no fue diferente en otros momentos históricos.
En
realidad, entre Rousseau de un lado y Plauto y Hobbes de otro se ha movido
siempre toda la teoría y la práctica educativa. O lo que es lo mismo, entre
aquellos que piensan que “el hombre es bueno por naturaleza, que es la sociedad
la que lo corrompe” y los que sentencian que “el hombre es un lobo para el
hombre”. Pero ni unos ni otros, con planteamientos e intereses evidentemente
contrapuestos, han conseguido organizar el mundo de un modo más justo y evitar
que la consecuencia última sea la que señala el profesor Julio Mateos: “La
educación no ha sido igual para las diferentes clases sociales, siendo fiel
reflejo de la lucha y las desigualdades sociales a lo largo de la historia”.
Así que si esto ha sido así en el pasado, qué no se estará guisando delante de
nuestras narices en estos tiempos de barullo y río revuelto, de desclasamientos
y divergencias.
Otro
profesor, en este caso de la Universidad de Roma-La Sapienza, Maurizio
Franzini, observa la realidad actual y concluye lo evidente: “En todos los
países, la correlación entre la educación de los padres y la de los hijos es
muy elevada (lo cual significa que las oportunidades no son iguales para todos)
y, además, la educación –lo que los economistas suelen denominar capital
humano- garantiza rentas del trabajo más elevadas”.
Y
unos datos más para acabar, que prueban la opinión del filósofo Manuel
Sacristán, para quien “la Universidad crea hegemonía, preparando a la sociedad
para aceptar la supremacía de unas clases sobre otras”. Quizá por ello, en
plena eclosión de las políticas neoliberales, el número de estudiantes sigue
bajando en las universidades españolas, especialmente en las públicas, que
desde el curso 2011/2012 han perdido más de 101.000 matrículas, y son en cambio
las universidades privadas y de la iglesia católica las que han ganado terreno
en el número de alumnos y alumnas, incrementando su cuota de mercado en el
nivel de máster hasta en un 31’6%. Aunque, naturalmente, también se comprueba
el sesgo del privilegio en otros niveles y en otros países: según revela un reciente informe
sobre movilidad social publicado por el Gobierno británico, sólo el 7% de niñas
y niños británicos asiste a escuelas privadas en Reino Unido; sin embargo, en
2014 en el sector de la banca de inversión, el 34% del personal incorporado en
los últimos tres años había estudiado en colegios de pago. Como se ve, el
problema de la educación está más vivo que nunca en esta sociedad poscontemporánea.
Publicado en Tam Tam Press, 26 septiembre 2016
¡Magnífico1
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