Durante el siglo XX el comercio
internacional persiguió en vano su máxima liberalización, pero sólo conquistó
una sopa de letras y una serie de sucesivas rondas de negociación. Fueron los
tiempos de interminables conversaciones en La Habana, Marrakech, Annecy, Torquay, Tokio,
Punta del Este, Montreal, Bruselas y Doha.
Fueron así mismo los tiempos del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles
Aduaneros y Comercio) y, finalmente, de la OMC (Organización Mundial del Comercio).
Eso sí, con todo ese ir y venir se sentaron las bases de lo que ya en el siglo
XXI es el paso decisivo hacia la ansiada liberalización en forma de siglas
todavía más incomprensibles, las de los Tratados de Libre Comercio, ahora de
tipo regional o bilateral: ALCA, TLCAN/NAFTA, APTA o los que se ciernen sobre
nuestras cabezas TTIP (entre la Unión Europea y los Estados Unidos), CETA
(entre la Unión Europea y Canadá) y TISA (internacional sobre servicios).
El asunto viene de largo, pues, y
parece mentira que ciudadanos y ciudadanas no lo conozcan mejor. O no se les
permita conocerlo mejor, porque ésa es una de las claves del invento: su
oscuridad. Siendo como es la actividad comercial un hecho común y corriente
para toda la humanidad, cuando su regulación o desregulación se lleva a cabo a
espaldas de la gente poco bueno se puede esperar de semejante proceder. Sobre
todo cuando esos procedimientos opacos son de la misma naturaleza que los que
hemos padecido en el campo financiero y mercantil, con resultados más que
dramáticos. Y, sobre todo también, en una esfera mundializada donde, como nunca
antes en la historia, un leve vaivén en Malasia, pongamos por caso, repercute
ipso facto en Mayorga, también por caso, sin que apenas seamos conscientes de
lo que está ocurriendo.
En efecto, lo que se esconde tras
los tres últimos tratados nombrados arriba, tal y como ha ocurrido con los
anteriores ya en vigor, no es el paraíso que nos prometen sus impulsores, sus
negociadores o sus comilitones. Es decir, las multinacionales en primer lugar,
los gobiernos y la Comisión Europea en segundo, y los partidos políticos que se
limitan a dar palmas; en el caso de España, PP, PSOE, Ciudadanos y todo el coro
nacionalista. No, lo que hay detrás de ellos es la exaltación de las doctrinas
neoliberales y de todas sus letanías, el adelgazamiento extremo de todo lo
público, incluida la soberanía democrática de los Estados, y la rapiña elevada
a su máxima expresión.
Como ciudadanos y ciudadanas nos
debe inquietar ese tono general, por supuesto, que atenta contra cuestiones tan
básicas como la seguridad alimentaria, la protección medioambiental, la
privacidad y la protección de datos, las garantías para los consumidores o los
obstáculos para la iniciativa pública. Pero desde el punto de vista sindical la
inquietud debiera ser mucho más intensa todavía, pues la repercusión que dichos
tratados tendrán sobre el campo laboral no será incruenta. Pensemos que una de
las bases de los mismos es compartir los estándares entre las partes firmantes que,
evidentemente, no son los mismos a uno y a otro lado del Atlántico. Mientras
que en los países de la Unión Europea, a pesar de las reformas laborales feroces
de los últimos tiempos, existe aún un Derecho Laboral que ampara unos principios
mínimos para regular las relaciones laborales, lo que hay del otro lado es
directamente una selva y el predominio absoluto de las relaciones
individualizadas, más que desiguales por tanto, en ese mismo ámbito. No se
puede olvidar, por ejemplo, que los Estados Unidos no han suscrito numerosas
directivas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y, en
consecuencia, no se sienten concernidos por ellas. Ni que decir tiene cuál
puede ser el estándar triunfante cuando entren en vigor los tratados. Lo que
hemos conocido con las reformas laborales no será nada a su lado, es sólo la
alfombra roja para las botas de una nueva agresión contra la clase trabajadora
y, posiblemente, el fin del modelo social europeo.
A principios de este año se ha
producido una circunstancia curiosa sobre la que también conviene advertir, ya
que los medios de comunicación, de un modo simplista, se han encargado de
ponerla de relieve no con sanas intenciones. La llegada de Donald Trump a la
presidencia de los EEUU y su anuncio de que no comulga con los tratados
internacionales ha servido a algunos, bien para equiparar posiciones, bien para
suponer que el problema se ha resuelto por sí solo. No es así. Las posiciones
no son las mismas ni mucho menos. Nuestra oposición no se debe, como la suya, a
motivos proteccionistas ni nacionalistas a ultranza, sino a razones de justicia
y de igualdad entre pueblos y Estados, que coloquen los intereses de las
personas por encima de los que rigen las cuentas de las transnacionales.
Además, saben Trump y sus consejeros que no necesitan el TTIP, les basta con el
CETA en la medida en que las grandes compañías norteamericanas cuentan con
filiales poderosas en Canadá, que servirán de puente para sus objetivos sin que
el discurso rancio del presidente estadounidense entre en contradicción.
Atención pues a las simplezas, porque producen tanto daño como la oratoria del
populista.
En suma, no cabe otra que insistir
en el rechazo del CETA, pendiente de que los parlamentos de los países europeos
lo ratifiquen. Influir sobre nuestros representantes políticos para que se lo
piensen dos veces es tarea ineludible, así en las mesas donde toque como en las
calles. Y cuidado con el TISA, que está pasando de puntillas. El comercio de
servicios como la banca o el transporte, ya bastante afectados por la
super-crisis, está en juego con su negociación.
Publicado en Notas Sindicales 2017
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