El caso, madame, es que este verano,
a causa de su fallecimiento, devolvió a la actualidad la figura de Simone
Veil y nos hizo pensar y comparar cómo sentíamos Santos y yo, al
igual que otros seguramente, los mundos políticos y cómo se nos manifiestan
ahora. Tal vez sea la nostalgia la que me lleva a escribirle a usted sobre este
asunto o tal vez no, pero comprenderá que algunos abismos se han abierto entre
aquellos años ingenuos y este presente aturdido.
Del mismo modo que nos dábamos al
juego nominal con los meses revolucionarios, era aquél un tiempo de intercambio
de otros nombres y otros contenidos. Descubríamos figuras de la política
francesa que nos animaban no tanto a disputar como a compartir, sobre todo en
un país como el nuestro donde, al contrario de lo que presumían los falangistas
perennes, nunca terminaba de amanecer. Lanzábamos en la conversación un nombre,
un prenom como dicen ustedes, y nos
obligábamos a rastrear biografías y trascendencia. El de Simone fue uno de los
más sobados, pero también el de François en los últimos años de nuestra
complicidad intelectual. El de Valery nos servía de comodín para las bromas. Lo
cierto es que hablábamos de ellos sin mencionar sus apellidos, como si formasen
parte de una familia que construíamos al alimón a medida que ensanchábamos
nuestro horizonte. Dudo mucho, la verdad, que hoy figurase en ese catálogo
Enmanuel, a pesar de toda esa popularidad artificial con la que ha sido
bendecido. Reconozcámoslo: era otro nivel. Ni mejor ni peor, otro.
También nosotros éramos otros,
evidentemente. No es fácil suponer por dónde derivaría hoy Santos ante tantos
esperpentos políticos como los que se suceden en este siglo, pero no creo que
se mostrase muy activo. Recuerde usted que en sus últimos meses gustaba sobre
todo de frecuentar jardines privados y mesas camilla en lugar de plazas
públicas. De hecho, sufrió de una forma inesperada el atentado que llevaron a
cabo los servicios secretos franceses contra el Rainbow Warrior en
1985 y convino conmigo en apartar de inmediato a François de nuestro elenco.
Sin más contemplaciones. En fin, eran años de adhesiones inquebrantables y de
odios repentinos. No sé, madame, si usted se acordará del Atolón de Mururoa y
de aquellos ensayos nucleares. Da la impresión de que sea una historia muy
antigua, incluso clausurada. Sólo la histriónica Corea del Norte protagoniza
hoy esos asuntos, como si el resto del planeta fuese un lugar desnuclearizado y
de la agenda de la rebeldía hubiesen desaparecido para siempre las protestas
contra esa amenaza. El caso es que muchos de aquellos jóvenes irritados son los
que hoy gobiernan y quizá eso lo explique en parte. Otros de ellos continúan
buscando con dignidad la identidad extraviada más que el paraíso perdido. Los
vi poco después de caer el muro de Berlín, en el barrio de Kreuzberg, tomando
cerveza y entregados aún a una melancolía sin causa. Santos hubiera escrito una
tesis al respecto.
Bueno, posiblemente todos andemos
ensimismados. Así como aquellos eran, según entonaba un grupo español del
momento, malos tiempos para la lírica, los presentes lo son sin duda peores
para la épica. Cosas del individualismo creciente. Yo mismo, si pienso en los
mares inmensos que envuelven Mururoa, allá en la Polinesia Francesa, no es el
atolón infectado lo que me viene a la cabeza sino una isla más al nordeste,
Hiva Oa, en concreto la localidad de Autona, donde descansan Paul Gauguin y Jacques Brel. Es mi
modo de evadirme y aislarme del drama. Aunque le confesaré que de vez en cuando
recupero todavía Rebelión
a bordo, cuya deriva curiosamente llevó también a aquellos
marineros británicos a las playas cercanas de Pitcairn. Vuelvo entonces, como
diría Melville, a sentir deseos de embarcarme de nuevo sin ruido ni alboroto.
En fin, así seguimos y resistimos.
No creo que haya sido mala idea, pues, traer a nuestra correspondencia la
memoria de Simone Veil y de los Mares del Sur. Seguro que a ambos nos complace.
Con afecto.
Publicado en Tam Tam Press, 16 agosto 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario