De
Leslie a Michael, vivimos entre huracanes. O tormentas tropicales, o ciclones,
o borrascas, o lo que sea. El caso es que sea. Por lo general, después de una
tragedia como la sufrida en un rincón de la isla de Palma de Mallorca, las
agencias meteorológicas y los informadores del tiempo se afanan en acertar con
los pronósticos y demostrar así que el drama fue una simple imprevisión, una
fatalidad tormentosa. Es decir, se impone la sobreactuación y el espectáculo:
mapas a diestro y siniestro, periodistas en medio de inclemencias variadas,
conexiones en directo con expertos y responsables de protección civil… Y, al
cabo, poco más que una gota fría. Afortunadamente, se dirá, y es verdad, pero
mientras tanto todos hemos vivido pendientes del diluvio que se nos venía
encima a la espera del siguiente episodio de Operación Triunfo.
Es
una señal más de estos tiempos en los que se impone el efectismo. El clima
cambia, ciertamente, pero también lo hacemos cambiar a través de los medios de
comunicación. No hay mejor muestra de ello que las informaciones sobre el
tiempo en cualquier emisión de noticias: de Mariano Medina a Mónica López no
sólo ha transcurrido más de medio siglo cronológico, sino también tecnológico y
sobre todo en términos de representación teatral. Las explicaciones de esta
última llegan a ser agotadoras.
Es
lo que ocurre también, como bien sabemos, con la sobreinformación: satura. O
con las anécdotas convertidas en materia de Estado, tal y como sucedió con un
error de protocolo en la fiesta nacional o con el adjetivo palmera en una
sesión del Parlamento. Convertimos lo trivial en un mundo. Por eso mismo no nos
pueden extrañar los excesos históricos de la religión catalana o la revisión
imperial del descubrimiento de América por parte de Pablo Casado. Para no
hablar de lo que hay que hablar y hacerlo además con rigor, convertimos en
huracanes los temporales cotidianos con la mayor de las frivolidades. No es
nada nuevo, seguramente, pero es lo que se lleva.
Publicado en La Nueva Crónica, 21 octubre 2018
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