Años atrás, mediada la década de los años 80, la estación que ahora se inaugura pasó a vestirse con un ropaje cultural desconocido hasta entonces. Nuestro ropero podía contar con prendas sueltas o con restos de temporada que remitían también a ese tejido, pero nunca hubo un fondo tal de armario ni una colección confeccionada ex profeso para así lucirse. Aquel desfile de nueva moda se llamó Estival, recuerden, y fue iniciativa de una Consejería de Cultura más habitada entonces por la ilusión que por el aparato administrativo. La dirigía Justino Burgos, hombre inteligente y político cabal, desgraciadamente casi olvidado, que impulsó un programa llamado a suavizar los estíos con músicas, teatros y otras artes. Algunas diputaciones, la de León entre ellas, siguieron el ejemplo y ampliaron la ruta hacia poblaciones menores hasta llenar el mapa del verano con un más que vistoso vestido cultural. Por allí andaban Manuel Cabezas y Alberto Pérez Ruiz, a quienes también conviene rememorar por ello.
Con la llegada de Aznar al gobierno autonómico, en 1987, cambiamos de modista (pasó a serlo un tal León de la Riva) y regresamos al blanco y negro, sin matices, aunque el muestrario de colores había cuajado ya en otras administraciones y fue imposible apagar todo el paisaje. Numerosos ayuntamientos tomaron el relevo en la costura hasta hoy y han procurado, con más o menos éxito, sujetar un cromatismo mucho más veraniego durante los meses de calor. Cierto es que sin continuidad y a veces casi sin método, cada cual tratando de dejar su sello, deslizándose cada vez más hacia lo comercial y haciendo imposible a la postre que se fortaleciera una marca como fue la del Estival. Si preguntan, todavía hoy habrá quien les confiese el bautizo que nos supuso aquella programación y lo bien que nos sentaba el traje.
Ahora que regresa el estío y regresarán también los titiriteros bueno es conocer de dónde venimos, para honrar a quienes lo merecen, y reconocer lo que nos es posible si somos audaces.
Publicado en La Nueva Crónica, 20 junio 2021
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