Con
motivo del 75 aniversario del fallecimiento de Antonio Machado, cumplido el
pasado mes de febrero, un proverbio no casual se nos hizo presente: “Todo necio
confunde valor y precio”.
Es
verdad que esa sentencia mantiene su validez para explicar algunas de nuestras
miserias actuales, en particular el suceso de la burbuja inmobiliaria que ha
liquidado para muchos años el sector de la construcción y ha arruinado a
numerosas personas. Cuestión de necedad o estafa directa, poco importa ya salvo
para procesar a los responsables si fuera posible. Lo relevante, para entender
en parte lo sucedido, es precisamente la falta de correspondencia entre el
valor y el precio. Este binomio explica también muchos otros desvíos mercantiles
que, por lo general, benefician a unos pocos y perjudican a gran parte de la
población. Y en eso se basa, simplificando, la economía financiera que se ha
enseñoreado del mundo actual.
En
suma, el equilibrio entre estos dos términos parece muy aconsejable para la
buena marcha de las sociedades y por ese motivo se producen incluso oportunas
regulaciones y controles de precios, como debiera ocurrir por ejemplo con los
productos de primera necesidad en estos tiempos difíciles para aislarlos de
cualquier forma de especulación. El problema nace cuando uno y otro, valor y
precio, se hunden irremediablemente y a la par para condenar aquello a lo que
están referidos. Eso ocurre en esta época oscura con el trabajo, devaluado y
depreciado hasta extremos casi insoportables.
La
raíz de este proceso hay que buscarla bastante atrás, no es asunto sólo de
estos días. “Desde 1970 –señala el filósofo Zygmunt Bauman- se ha liberalizado el
trabajo, las ventajas de los convenios colectivos desaparecieron y también la
solidaridad entre los trabajadores. Ahora solo hay competencia: el compañero es
el enemigo en potencia ante el riesgo de un despido". En suma, escasa
valoración del trabajo, convertido en selva y en mercado franco, y escasa
dignidad vía salarial, al haber apoyado sobre la reducción de sueldos todo los
objetivos de productividad y competitividad. Si a todo esto le añadimos el
contexto actual de crisis que todo lo justifica, evidentemente el resultado no
es otro que el amplísimo desprestigio del factor trabajo, por más que todos
disputemos por un empleo, puesto que tenemos la grosera costumbre de comer a
diario.
Pero
hay más. Al margen de reformas laborales contraproducentes (1.354.700 empleos
se han perdido durante el bienio que lleva vigente la última) y de devaluaciones
salariales salvajes sobre todo a partir de 2009, poco o nada ayuda la pedagogía
gubernamental a valorar el trabajo. Más bien todo lo contrario. Su énfasis
cansino en que los emprendedores nos sacarán de ésta, precedido años atrás por
la quimera empresarial al alcance de cualquiera, ha convertido el trabajo
asalariado en algo residual dentro del pensamiento colectivo. Esto es lo más
grave a nuestro modo de ver, pues es evidente que más fáciles son las
fluctuaciones de precios que el valor propiamente dicho de las cosas. Lo
primero es economía; lo segundo, sociología. Y si aquella está entregada a
sepultar el factor laboral, la segunda lo condena a la más absoluta
desconsideración por mucho tiempo. Difícil panorama, pues, cuando hasta el más
iletrado en estas materias sabe que sólo a través del impulso generoso de
trabajo asalariado acabaremos con males de nuestra sociedad que empiezan a ser
pandémicos. Sobre él se apoya no sólo el presente de las personas, sino también
su futuro materializado en las pensiones.
Aunque
este proceso, bien mirado, no puede ser fruto sólo de la necedad; no es posible
que no persiga algún objetivo; no hay gentes pensantes dedicadas a ello para
resultar tan simples. No, lo más probable es que detrás de todo resida aquello
de lo que en verdad no se quiere hablar: el fin del trabajo, según título del sociólogo y economista Jeremy
Rifkin. Y éste sí que es un problema más que circunstancial, ligado a un
periodo de crisis o de valores confusos. La coincidencia en esta edad de un planeta
con recursos muy limitados, una demografía descontrolada, una desigualdad
creciente y una tecnología que mejora los procesos productivos sin necesidad de
mano de obra, nos presentan una realidad totalmente nueva donde lo de menos
casi es el valor y el precio. Sobre esto convendría actuar antes de que se haga
de noche.
Publicado en Diario de León, 8 marzo 2014
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