Lo que siempre fue el Norte hoy se
llama el Tropical. Nada es inmutable, desde luego, y mucho menos los bares, que
no obstante han sido a lo largo de décadas una seña de identidad ciudadana más que importante. Desde
tiempos remotos, a la orilla del hoy desparecido paso a nivel del Crucero, se
situaba un típico bar de barrio con solera, con humo y con partidas en la
sobremesa. Se llamaba el Norte, quizá por la cercanía ferroviaria que hacia el
norte cardinal orientaba sus raíles, del mismo modo que hay todavía un bar
Ferroviario y otras referencias cercanas de ese estilo que tienden a la
desaparición. En el caso que nos ocupa, se perdió primero la solera a la par
que las costumbres han ido transformándose; luego le llegó el turno al humo,
hace ahora una década, como consecuencia de leyes y de otros hábitos dicen que
saludables; finalmente, no se sabe si fruto de todo lo anterior o porque
sencillamente la gente se muere y es sustituida por otra gente, huyeron los
naipes, las fichas de dominó y la algarabía que les servía de envoltorio. El
bar languideció, como languideció el barrio todo y su identidad obrera
tradicional. Ahora, después de varios episodios fracasados que mantuvieron su
raíz a base de tapas de callos y cafés bien hechos, el local se ha actualizado
definitivamente: ha pasado a llamarse el Tropical y a ser habitado casi en
exclusiva por inmigrantes latinos con sus nuevas maneras a cuestas, sus ruidos,
sus aromas, sus ritmos y sus sentimientos. Es otra identidad, como es otra, ya
digo, la del entorno entero. Y otros son los tiempos.
Porque en eso de perder el norte, el
rumbo, la brújula, el oremus o la tramontana, que tanto da, tiene mucho que ver
la idea de identidad mal entendida. Románticamente entendida podríamos decir,
en lugar de hacerlo con lógica o con propiedad, que al cabo es lo que indica el
dicho: apartarse del comportamiento considerado lógico. Sí, la estrella polar
que indicaba el norte y que buscaban los antiguos marineros para orientarse
sigue ahí, en la cola de la Osa Mayor, pero a nadie se le ocurriría en la
actualidad acudir a ese procedimiento. El rumbo, bien lo sabemos, lo indican
hoy las cartas náuticas y todos los instrumentos que las apoyan, pero sobre
todo el radar, el GPS y otros sistemas electrónicos. Podemos sentir nostalgia
del pasado y novelarlo, pero da igual: sin haber desaparecido del todo, por supuesto,
la identidad del concepto navegación no puede ser ya la misma.
Algo así sucede, está sucediendo,
con las identidades nacionales. Por más que argumentemos con la lengua (una
realidad más que evidente), con la bandera (sometida al efecto de la polilla y
otras personalizaciones de lo simbólico) y con la historia (muy manipulable),
el resultado acaba remitiendo necesariamente al sentimiento, es decir, a lo que
no es lógica ni razón, y en ese caso la posibilidad de perder el norte es
inmediata. Tanto monta el norte global español como el norte desconectado
catalán. Y por eso mismo resulta tan difícil construir de un modo artificial
nuevas identidades regionales, como ocurre en el caso de Castilla y León,
porque sin sentimiento no hay lógica ni razón que valgan.
Ahora bien, ni se gobiernan los
sentimientos, pues nunca el romanticismo se sometió ni a dueño ni a señor y por
eso mismo llama a la desobediencia de las leyes, ni los gobiernos pueden ser
sentimentales sin más. No. Puesto que mutamos, y en este siglo a mayor
velocidad que en ningún otro momento histórico anterior, lo que nos permite
construir país, región, barrio o lo que sea es el acuerdo, es decir, la
política, cuya ausencia ha resultado atroz en el proceso independentista, así
en el lado de los unos como en el de los otros. Es el ejercicio de la política,
con lógica y razón, lo que asegura la evolución de los pueblos, de las
regiones, de las naciones o de lo que convengamos; a través de ella se
anticipan los cambios y se actúa sobre ellos para resolver el conflicto de
intereses; y con su intervención, en fin, se hace frente a la necesaria
evolución de la identidad individual o colectiva, que es un proceso
obligatoriamente cambiante, obligatoriamente sometido al diálogo y al pacto. Si
no se asume esto, mejor apagar la luz y volver sobre la estrella polar o al
siglo XIX como están haciendo muchos.
Es la política, en suma, la que
permitirá que convivan la memoria del Norte con la actualidad del Tropical y
que lo hagan con salud en un mestizaje que ya forma parte indeleble de nuestro
ser. Sur y norte van y vienen por esas cartas de navegación, se mezclan pero no
se confunden, se alían para progresar y se respetan. Lo demás, por no ser más
crudos, es barbarie y sentimentalismo trasnochado.
Publicado en Diario de León, 10 noviembre 2015
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