Pues
no, no se trata del tiempo de los moros,
como mal traducía la exclamación ciceroniana un estudiante de bachillerato y
así se recogía en una de aquellas antiguas antologías del disparate. Aunque, con
toda franqueza, tampoco estamos lejos del desvarío y de la contradicción cuando
de tiempos y costumbres tratamos en esta edad disparatada.
Porque, como
bien podría sentenciar el ilustre intelectual y orador don Mariano Rajoy, una
hora es una hora y un minuto es un minuto. O tal vez no, según la misma
oratoria alejada del modelo de Cicerón. En esas cuestiones andamos metidos de
nuevo y no son fáciles de resolver en el actual reino de lo indefinido. Ni los
relojeros suizos ni el Apple Watch nos proporcionan muchas pistas, más allá de
lo que enuncia el catedrático de Filosofía Política y Social Daniel Innerarity:
“La palabra futuro nos evoca algo inmediato, lo que tarda en caducar nuestro
iPhone, un año y medio más o menos”. O lo que dura un viaje del AVE con
cualquier origen y destino, puesto que al cabo las distancias no son hoy más
que duración del viaje: el mapa sustituido por el cronómetro.
O tal vez no,
decimos y diría Rajoy, porque también eso del tiempo es relativo. Desde luego,
no es lo mismo la gran magnitud temporal, por más que achicada, que los usos
temporales cotidianos. Estos, al contrario que aquélla, tienden a extenderse
casi hasta lo insoportable. Sobre todo en la medida de la jornada laboral. Es
curioso, cuando casi todo el mundo a finales del siglo XX pensaba en el
porvenir como la edad del ocio, aparece la que fuera Directora de Planificación
del Departamento de Estado del gran imperio, Anne-Marie Slaughter, y advierte: “Para muchos estadounidenses, la vida se ha
convertido en una competición permanente. Trabajadores de todo el espectro
socioeconómico, desde camareras de hotel hasta cirujanos, cuentan cómo trabajan
12 y 16 horas diarias (muchas veces sin que les paguen las horas extra) y
sufren ataques de ansiedad y agotamiento. Los expertos en salud pública han
empezado a hablar de una epidemia de estrés”. Así que he aquí una nueva
paradoja poscontemporánea: el presente o no dura nada o dura demasiado.
Y resulta que tales expresiones
temporales no sólo provocan angustia o vértigo individuales. Otra consecuencia
perversa se produce sobre la vida social y política que, si bien se mira,
también desasosiega. Lo deja ver en un comentario la cronista Esther Palomera:
“Se confunde regeneración democrática con renovación estética y la moda impone
la jubilación de todo aquél con memoria o experiencia”. Pareciera, pues, que el
pasado no tiene cabida en esta nueva conjugación, que los pretéritos estorban
sobre todo si son imperfectos y que no queda otra que aferrarse a la
irregularidad verbal. Son costumbres y tiempos, podría decirse, y a cada tiempo
su costumbre. Sin embargo, siendo así y no siendo extraño, algo perturba el
panorama más de la cuenta. Es esa referencia a la moda, es decir, el énfasis
sobre lo efímero, lo intercambiable y movedizo que no mantiene buena relación
con las ideas sólidas y fundamentadas, con el pensamiento. Menos todavía en el
ámbito político, donde se debiera exigir algo más que simples eslóganes o
imágenes brillantes. Malos tiempos estos en ese sentido, donde, como también
advierte Innerarity, “la lógica de la moda ha invadido la lógica política y lo
que tenemos son productos de temporada”. ¡Ojo, que hay elecciones en el
horizonte!
Publicado en Tam Tam Press, 24 noviembre 2015
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