Durante
el siglo XX el comercio internacional persiguió en vano su máxima
liberalización, pero sólo conquistó una sopa de letras y una serie de sucesivas
rondas de negociación. Fueron los tiempos de interminables conversaciones en La
Habana, Marrakech, Annecy, Torquay, Tokio, Punta del Este, Montreal, Bruselas y Doha. Fueron así mismo los tiempos del GATT (Acuerdo
General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) y, finalmente, de la OMC
(Organización Mundial del Comercio). Eso si, con todo ese ir y venir se sentaron
las bases de lo que ya en el siglo XXI es el paso decisivo hacia la ansiada
liberalización en forma de siglas todavía más incomprensibles, las de los
Tratados de Libre Comercio, ahora de tipo regional o bilateral: ALCA,
TLCAN/NAFTA, APTA o el que se cierne sobre nuestras cabezas TTIP.
Naturalmente, nadie piensa
en todo esto, ni falta que hace, mientras deambula una tarde de sábado por la
Gran Vía madrileña. No, el paseante ignora ese contexto prediseñado por los opacos
poderes multinacionales y, aturdido por el guirigay, se limita sencillamente a
observar y asombrarse por esa ceremonia de lo irreal y por ese frenesí de
consumo. No obstante, en medio de la confusión recuerda algo que leyó no sabe
bien cuándo ni donde, algo sobe el neuromarketing que guía los movimientos de
esa masa amorfa de compradores/espectadores y una frase de un periódico que
firmaba un tal Luis Grau: “nuestro mundo funciona a base de crear necesidades
ilusorias, agotarlas pronto y concebir velozmente otras nuevas para
sucederlas”. Uno de los ejes de esa estrategia coincide en el mapa precisamente
con este enclave madrileño, aunque toda la ciudad, como otras de referencia
mundial, es una auténtica capital del shopping,
el puerto de entrada de los flagship store de las marcas de moda.
Nadie, ni siquiera el
paseante escéptico, se pregunta “¿cuánto es suficiente?”, tal y como le
gustaría a María Novo, la catedrática de Educación Ambiental y Desarrollo
Sostenible. No, lo que dirige el peregrinar de las gentes son los consejos de
los nuevos predicadores: “debes quererte más, darte más gustos, cuidarte más”,
como advierte Adela Cortina, otra catedrática de Ética y Filosofía Política.
Porque el consumidor de la edad poscontemporánea sabe bien que nada es para
siempre, ni un abrigo, ni un trabajo, ni una vivienda, ni una pareja, ni una
religión. Por el contrario, todo es tan efímero que quienes entran y salen del
reino de la cadena irlandesa en boga, 15.000 metros cuadrados en el número 32
de la Gran Vía, sólo se pondrán aquello que han comprado una media de 0’9 veces.
Es decir: no importa tanto lo adquirido como el hecho de formar parte de esa
nueva liturgia social masiva del consumo low
cost.
Costumbre y obligación en
cualquier caso, se trate del black friday,
de los ocho días de oro o de las
periclitadas rebajas de enero, a todo
se nos acostumbra y se nos obliga, dos términos casi sinónimos en esto del
comercio. Así es como iremos, poco a poco, haciéndonos al inédito formato de
los establecimientos comerciales, no importa la materia de que se ocupen, que
se reducirán en breve a dos únicos tipos: el lujo (junto al gran lujo) frente
al saldo, la franquicia, el rastro, el outlet
y la segunda mano. Ni huella de otros establecimientos intermedios con los que
estábamos familiarizados, donde se conjugaban calidad, buen trato y precios
aceptables. No existirán más. También del ámbito del comercio se enseñoreará la
desigualdad como norma general que habrá de presidir nuestro ser y nuestro
estar en los tiempos venideros, TTIP mediante. O casi ya en los presentes, como
se puede observar una tarde de sábado en la Gran Vía.
Publicado en Tam Tam Press, 18 enero 2016
Que reflexión tan sabia y tan bien escrita.
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