Turbios
tiempos en los que las palabras son intercambiables y los mensajes cruzan de
acera sin ni siquiera atender al código de la circulación. No diremos que todo
es lo mismo, porque afortunadamente no es así, ni que todos son iguales, porque
eso es precisamente lo que quieren que pensemos los opuestos a la diferencia.
Sin embargo, dentro de la mejora observada en la retórica política (ha habido
esfuerzo, no cabe duda), ciertos tópicos siguen enseñoreándose del lenguaje y
estimulan nuestras alertas.
Ocurrió
con las líneas rojas, que ya merecieron aquí comentario, y ocurre ahora con las
manos tendidas. Como aquellas líneas, también estas manos sirven para todo, que
es como decir para nada. Y para todos, es decir, para nadie. Más aún si los
hechos, los gestos y las posturas indican lo contrario. Por eso, cuando tanta
mano hay tendida, lo que cabe pensar es que alguna no está a la obra. ¿Se
tienden las manos para pedir o para trabajar, para saludar o para estrangular,
para exhibir o para acariciar? De todo hay al cabo en este muestrario de manos:
las hay que se ofrecen y las hay que se rechazan, las que van al pan, que
señalan o que se envuelven en un puño, las hay que se llaman limpias pero que
son más sucias que el color de sus togas, las hay firmes o temblorosas, las hay
manchadas en cal viva y las hay expuestas al sol sin más miramientos. De manera
que conviene tener cuidado y no conformarse con significados simples. Hay que
desentrañar el sentido último de esas acciones y de sus referentes, no vaya a
ser que el sentido amistoso no sea tal.
Y
algo más a tener en cuenta: hay manos pusilánimes y manos que aprietan cuando
se estrechan, manos frías como un cuchillo y manos que abrigan, manos
ensortijadas, manos con guantes, manos arriba, manitas y manazas. Porque, a
pesar de los lugares comunes con que nos castigan, nada es por fortuna
exactamente igual ni semejante es el tacto de quien nos palpa. Por eso mismo,
tarea trascendente es saber en qué manos queremos estar.
Publicado en La Nueva Crónica, 8 marzo 2016
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