Observado
el asunto con la mirada que se lleva en esta época, los datos resultan bastante
elocuentes. Veamos algunos de aquí y de allá: la restauración movió en España 38.300 millones de euros en 2014; en
Méjico, los negocios gastronómicos generan el 13% del PIB turístico; la gastronomía
creará este año en Perú 320.000 empleos; el 36% de los visitantes que llegan al
País Vasco lo hacen expresamente para degustar su cocina… En suma, no es el
estómago lo que anda detrás del auge cocinero en estos tiempos, sino que, como
diría aquél, una vez más es la economía, estúpido.
Estúpidos
somos, sí, si no entendemos lo que anida en esta burbuja flambeada que, al lado
de los datos económicos, se manifiesta con hartazgo en, por ejemplo, la
invasión de programas de televisión con la cocina como protagonista, la dieta
más que excesiva de los llamados cuisine
realitys, los muy diversos y abundantes formatos de foodzines (publicaciones exclusivas o separatas y secciones de
otras consagradas a ello), el desmadre de las herramientas tecnológicas para frikis
del oficio culinario, las ferias de exquisiteces y rarezas o los 15 millones de
resultados con los que uno se encuentra cuando teclea en Google el término
“recetas de cocina”. Es economía, claro, más que incentivada, pero también
espectáculo, que al cabo es otro de los elementos básicos de las sociedades
poscontemporáneas. El alimento sustituido por el show, con la mayor carga de
efectos sensoriales posibles para sentir lo menos posible y con una buena dosis
de ingeniería para convertir a los maestros-cocineros no ya en artistas, sino
en verdaderos protagonistas de la I+D+i.
No
es fácil identificar cuándo estalló en verdad este fenómeno. Los muy iletrados,
como quien esto firma, recuerdan todavía algunos hitos culturales en el sendero
gastronómico que, al menos, modificaron nuestra percepción sobre el cocinar y
el deglutir. Mucho daño nos hizo Simone Ortega con sus 1.080 recetas de cocina, dos millones de ejemplares vendidos a lo
largo de treinta años; mucho daño nos hicieron también Marco Ferreri con La grande bouffe y Gabriel Axel con El festín de Babette; y mucho, muchísimo
daño nos causaron las novelas protagonizadas por el detective Pepe Carvalho. Sí,
sobre todo este último, cuyo autor, el añorado Manuel Vázquez Montalbán, solía
decir que en España la única revolución cultural seria tras la muerte de Franco
había sido la gastronómica. ¡Qué gran equivocación! A pesar de la altura
intelectual del creador de Carvalho, la realidad cruda de lo que nos ocurrió
entonces la explica como nadie Rafael Chirbes en su novela En la orilla: “…Eso fue a fines de los
ochenta, cuando una revista de gastronomía ya no era un boletín para uso
interno de brigadas de restaurante, ni un recetario para amas de casa (…) sino
un producto para uso de varones que habían triunfado y buscaban información
sobre las mesas caras que aparecían en sus páginas, sobre las etiquetas de vino
de prestigio y las delicatessen cuyas
catas reseñaban para ellos…” Varones que habían triunfado, he ahí una de las
claves de este montaje.
Y así estamos y así seguimos,
inquietos porque ahora llega la temporada de los insectos crujientes y la
fiebre de la cocina molecular. Entre lo popular y lo sublime, entre la
necesidad y la virtud, hemos vuelto a construir una nueva religión y un nuevo
sacerdocio que reinarán por mucho tiempo en esta edad. Tanto como beneficios
proporcione a la economía y no tanto como los que hayan de recaer sobre la
alimentación propiamente dicha. Prepárense, pues, los cocinillas y otras
víctimas de los triglicéridos porque producido se ha el advenimiento de la food culture.
Publicado en Tam Tam Press, 28 marzo 2016
No creo que se pueda hablar de "burbuja culinaria". En todo caso de souflée
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