Por
mayo era de 2016 cuando la prensa local se sobresaltó con la noticia: aparece
un lince en El Bierzo después de haber desaparecido de la comarca hace 80 años.
Cuentan que ese animal hermoso había nacido en Portugal, que fue liberado en
los Montes de Toledo y que, después de un periplo ibérico como su propia
especie indica, vino a asomarse al vergel berciano, no se sabe bien si para
instalarse en él definitivamente o si para continuar su tránsito hacia otros destinos
insólitos tras las pisadas de su estirpe errante.
El
caso es que especies seriamente amenazadas o al borde de la extinción renacen
de una forma casi extraordinaria. Incluso hay quien relata en los medios que
este año hay cachorros de lince para dar y tomar: en los mismos montes
toledanos cuatro hembras han criado 14 cachorros, en Portugal hay noticia de
otras dos nuevas camadas y en Ciudad Real otra con tres descendientes. Sólo
falta que resucite el lince Ramón, el
de la canción de Kiko Veneno, para que la algarabía sea total y más que
justificada.
Mas
nadie se engañe. No es un fenómeno casual ni el resultado de eso que algunos
llaman el equilibrio natural del planeta. Al contrario, nada de esto ocurriría
sin las políticas de recuperación que se han llevado a cabo en los últimos
tiempos. Quizá tampoco sin un sentido más animalista de la existencia que
lentamente se instala entre nosotros y que rechaza los abusos y los
zafarranchos con animales en su núcleo. Es decir, política y conciencia bien
entendidas o diferentes sin más.
Son
las mismas condiciones que han de cumplirse para que, por ejemplo, otras dos
realidades a punto de desaparecer recuperen el aliento imprescindible: cultura
y trabajo. También en estos dos casos la depredación ha provocado estragos.
También son seres vivos que, a fuerza de acosados, se muestran casi
irreconocibles y extraviados. También merecen atención y cuidados singulares
para que en esta edad poscontemporánea en la que vivimos no pasen a engrosar el
catálogo de lo definitivamente desaparecido. Nadie daba un duro décadas atrás
por los linces.
Quiérese
decir que tampoco hubiera apostado por ello el biólogo Anthony Paul Clevenger,
el último humano que detectó un rastro de lince, no se sabe de qué tipo, cerca
del Bierzo, allá por 1987. Pero él y otros muchos como él han actuado y actúan
todavía (él lo continúa haciendo en el Parque Nacional de Baniff en Canadá)
para la recuperación de ésta y más especies amenazadas: tigres, osos polares,
morsas del Pacífico, pingüinos de Magallanes, tortugas laúd, atunes rojos,
gorilas, rinocerontes de Java… Cabe pensar que también son multitudes las que
se esfuerzan cotidianamente en el salvamento de la cultura y del trabajo, aquí
y mucho más allá de nuestro espacio desprotegido. Y es importante que se sumen
a esa masa reivindicadora los principales actores del drama, todos cuantos
transitan a diario por los senderos laborales y culturales. Muchos son y
diversos los actores y los senderos, pero todos debieran coincidir para ser
eficaces en las condiciones arriba citadas: impulso de otras políticas y
progreso en las conciencias. Nada ocurrirá sin ello.
De
manera que la peripecia del lince nos permite un guiño de optimismo en medio de
la general desazón de nuestros tiempos. Por ello saludamos al felino y lo
traemos con todos los honores a estas páginas de cultura y de trabajo. Es su
huella berciana la que alimenta nuestras mejores expectativas.
Publicado en Tam Tam Press, 29 septiembre 2016
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