Un
absurdo no menor de esta edad, que algunos llaman de la información y del
conocimiento, es el desdén por la que es sin duda principal herramienta de esas
dos acciones: el lenguaje verbal. Y, de ser así, como veremos, bien podría
decirse entonces que vivimos en la edad del pensamiento relajado, por no decir
ausente.
Al
describir la penuria del discurso político actual, el académico Salvador
Gutiérrez Ordóñez explica que “cuanta mayor riqueza léxica se posee, mayor es la
parcelación conceptual. Y, sin embargo, cada vez se usan menos palabras para
describir el mundo”. Es decir, discursos más pobres en consonancias con
análisis más pobres, ya sea porque no dan más de sí los oradores, ya sea porque
el código acaba acomodándose a una audiencia educada sin otras aspiraciones
declaradas o reconocibles. En cuyo caso, sin importar quién sea el pecador,
esta inexistencia de método nos sitúa ante individuos lamentablemente ligeros
de equipaje mental. De hecho, basta atender al neurólogo Pablo Irimia para
saber que “el pensamiento profundo y meditado genera nuevas conexiones
neuronales” e inferir, en consecuencia, que a menor pensamiento, menor carga de
neuronas y más necedad así en el discurrir como en el argumentar. ¿Por qué, según
nos cuenta el pensador Boris Groys, en Estados
Unidos se considera ahora que es bueno pensar una media hora al día si no fuera
por los estudios que han demostrado que se trata de una actividad que, siempre
que no se abuse, genera unos procesos químicos provechosos para la buena salud?
En suma, pensar y hablar como expresión de vigor o de atrofia.
Pero la patología, no lo ignoremos, es casi sistémica. El
lenguaje y el pensamiento políticos están a la vanguardia del deterioro, sin
duda, por ser los más evidentes y los que mayor pedagogía debieran ejercer,
aunque otras dos expresiones más que generalizadas pugnan con fuerza por el
protagonismo en la carrera de la displicencia: el regreso de los ideogramas y
la revolución informativa digital.
Los
primeros, esos emoticones invasivos, a pesar de componer una forma de
comunicación global, o quizá por eso mismo, no dicen nada porque no apelan a la
razón sino a la emoción. No hay actividad mental en ellos, sólo epidermis; no
hay mensaje, sólo chasis; no hay discurso, sólo puerilidad. Y lo segundo ha
desembocado, en fin, en auténticos “corrales –más que redes– sociales, donde la
muchedumbre pone a prueba algoritmos que reafirman sus previos puntos de
vista”, tal y como sentencia el ensayista Ernesto Hernández Busto. No hay
crítica ni discernimiento, pues, no hay verdadero conocimiento ni afán de
construirlo, sólo reafirmación de los titulares básicos con que los individuos
andamos complacidos por la vida. Bien se sabe, lo saben mejor que nadie los
poderes y esos think tank puestos de
moda por las universidades más conservadoras, que ésa es la actitud contraria a
la subversión, porque, en palabras de Juan José Millás, “el joven peligroso es
el que se queda un viernes en casa a leer Madame Bovary”.
No desistamos, sin
embargo, y atendamos un poco más a las luces intelectuales que todavía brillan
a nuestro alrededor, que haberlas haylas. Por eso, en el mar de citas de este
artículo, no puede faltar como remate la voz de la penúltima Premio Nobel de
Literatura (quizá la última en realidad para los más ortodoxos), Svetlana
Alexievich: “Desgraciadamente, las ideas
juegan ahora un papel menos importante en nuestras sociedades. Lo que se impone
es la parte material, y lo lamento mucho. Necesitamos personalidades capaces de
ofrecer al mundo una nueva visión, sistema, filosofía, valores que el mundo
sigue necesitando”.
Publicado en Tam Tam Press, 24 noviembre 2016
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