Como
cofrades de la novela de Luis Mateo Díez, nadie escapa del mito de la eterna
juventud y a ello nos entregamos con ánimo más fabulador que realista. Algunos,
cierto es, con ánimo científico, y ése será sin duda uno de los motores que
guíen la investigación en esta época, si es que no ha sido así ya a lo largo de
las que fueron antes. Desde los mágicos elixires hasta la venta de almas al
diablo. Ahora, en cambio, lo que se lleva es la ingeniería genética y el bótox.
Si
dejamos de lado la toxina botulínica, que apenas si es algo así como un
maquillaje pretencioso, nadie discutirá que las mejoras sanitarias y en la
investigación alejan el final de la vida, aunque, eso sí, a precios más bien
caros y, por tanto, no al alcance de cualquiera. He ahí otra seña de la
desigualdad que nos rige. Mas, a pesar de ello, nadie puede ignorar tampoco que
la esperanza de vida en el mundo ha pasado de 48 a 71 años entre 1950 y 2015.
Además, los derroteros por los que ahora derivan los científicos anuncian
todavía nuevas progresiones. Sin ir más lejos, un equipo dirigido por el
bioquímico Juan Carlos Izpisúa ha logrado alargar la vida de ratones
reprogramando sus células mediante un mecanismo que para los legos parece casi
alquímico: convertir cualquier célula adulta en célula madre. Naturalmente, es
difícil saber cuándo se producirá la acrobacia desde los roedores hasta los
seres humanos ni es posible aún aventurar las probabilidades de éxito en ese
brinco, pero sucederá en algún momento de esta edad y al menos contribuirá a
mejorar la calidad de vida de ciertos grupos de población. Nunca será un
progreso universal.
Ahora
bien, lo que no resolverá la ciencia es la eterna disputa entre edades y la
consideración que nos merecen, es decir, el conflicto entre los diferentes tiempos
humanos y su protagonismo o su ostracismo. Así, mientras Manuel Rivas,
pesimista, escribía que “se emplea con demasiada
ligereza viejo como sinónimo de retrógrado o ignorante. Hay una especie de
gerontofobia en el ambiente”, resulta que en los EEUU los dos últimos
candidatos a la presidencia cargaban a sus espaldas con 70 años Trump y con 69
Clinton. Por no hablar del otro contendiente en las primarias demócratas,
Sanders, que gozaba los 75 pero entusiasmaba a las hornadas más jóvenes. Nunca
se sabe, pues. Pero lo que sí es más que evidente, en términos generales, es el
valor menguante de los antaño pensionistas dorados. Se les mimó no tanto porque
encarnaran respeto sino por ser una importante fuerza de consumo, para lo cual
eran imprescindibles unas pensiones con cierto poder adquisitivo. Hoy, ese
papel, emergidas las clases medias en lugares como China, India o
Latinoamérica, es casi irrelevante. Además de difícil de sostener desde un
sector público más y más cuestionado y desde unos impuestos condenados a la
impopularidad más insolidaria. Sólo si ese gran grupo social es consciente de
su poder y se hace valer, sobre todo alejándose de su conservadurismo
tradicional, podemos esperar que sea otro gallo el que les cante.
Y, mientras tanto, en pos de esa vida
eterna, a ser posible juvenil, continuarán licuándose las fronteras que separan
unas edades de otras. Para eso precisamente se eliminaron los ritos de pasaje o
se les privó de su significado original para transformarlos en una razón más
para el comercio. De modo que todo apunta a que la poscontemporánea será una
edad mucho más infantil, muchísimo más adolescente, joven a raudales y, desde
luego, de madurez disimulada. La ciencia, la tecnología y los grandes almacenes
se encargarán de que así nos lo parezca.
Publicado en Tam Tam Press, 17 enero 2017
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