Costumbre
se ha hecho que los cambios de año vengan acompañados por el reconocimiento de
palabras que en ellos se han puesto de moda. Posverdad y populismo son
las de 2016 a juicio del Diccionario Oxford y de la Fundación del Español
Urgente.
No
enmendaremos la plana a tan sabias decisiones. Sin embargo, a pesar de la
popularidad de la que ambos términos han gozado (y gozarán) durante los últimos
meses, conviene apuntar otro nada novedoso que se ha convertido en uno de los
mayores comodines del lenguaje público: lacra.
Este vicio físico o moral es, al parecer, todo cuanto se puede decir acerca de
cualquier afrenta que la sociedad recibe en estos tiempos, ya sea el
terrorismo, ya sea la corrupción, ya sean los asesinatos machistas… Nadie
encuentra, o intenta encontrar, otro modo de referirse a todo ello, de tal
forma que las declaraciones sobre una u otra materia son intercambiables entre
sí y fáciles de acomodar al contexto que corresponda en cada caso. En suma, se
trata de no decir nada, que es lo que suele ocurrir con ese tipo de mensajes
reiterativos: acaban perdiendo su significado a fuerza de ser manoseados y,
lamentablemente, trasladan ese mismo vacío a aquello a lo que vienen a
calificar.
No se trata de
que los personajes públicos sean doctos en el uso del lenguaje, poco se puede
esperar ya de esa fuente, ni que cualquiera de nosotros escape de los tics
impuestos por la comunicación simplista que rige casi toda la información
publicada, pero sí sería deseable un poco más de rigor a quienes hace
valoraciones en voz alta, una mínima demostración de que se está por encima de
los umbrales de la enseñanza obligatoria y un mérito, lingüístico, para ganarse
el sueldo como portavoces oficiales.
De lo
contrario, como tristemente ocurre, la lacra primera, aquella que marca a quien
la tiene, no será otra que la pobreza expresiva, que es tanto como decir
pobreza mental, cuyo mayor exponente es hoy, no por casualidad, uno de los
mayores expertos en posverdad y en populismo.
Publicado en La Nueva Crónica, 24 enero 2017
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