¿Imagina
alguien que fuera éste el último año en que los laureles se pasean por las
calles para inaugurar la llamada semana santa? Puede parecer inverosímil, pero
acercar al terrenos cotidiano las transformaciones que la locura climática está
provocando sería una buena forma para estimular un mayor compromiso en esa
materia. Lo habitual es pensar que tales cambios no afectan directamente a
nuestro ser y a nuestro estar inmediatos, desentenderse como si fuese sólo
asunto de gobiernos e instituciones, que lo es sin duda. Pero si modificamos
nuestra perspectiva modificaremos también nuestras actitudes.
El
momento es crucial. En él confluyen pactos internacionales, informes
científicos incuestionables que avisan de que hay poco tiempo, tecnologías
disponibles que permiten el cambio de fuentes energéticas y, finalmente, una
sustancial bajada de costes en muchas de esas tecnologías que posibilita hacer
los cambios necesarios con esfuerzos financieros razonables. Hay también, por
supuesto, fuerzas reaccionarias que se levantan frente a todo progreso y avance
social, ya sea contra la igualdad, contra las migraciones o contra la
sostenibilidad ambiental. Fuerzas que, paradójicamente, suelen ser fieles de
los desfiles laureados de estas mismas fechas. Por eso es oportuna también la
pregunta inicial.
Como
oportuno es, ya que procesionamos en fechas de aguas benditas, recordar la
reciente reclamación en el Día Mundial del Agua, el pasado 22 de marzo, para
que el ciclo urbano del agua adopte un modelo público, democrático y
transparente. La lucha por el agua pública está unida a la recuperación y
mantenimiento en buen estado de conservación de nuestros ecosistemas acuáticos.
Es decir, adaptarnos a la realidad que nos impone el cambio climático, reducir
nuestra vulnerabilidad frente a los riesgos de sequías e inundaciones y
garantizar un uso sostenible con una demanda adaptada a los recursos realmente
disponibles. Incluido en todo ello, faltaría más, el riego de los laureles.
Publicado en La Nueva Crónica, 14 abril 2019
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