Desde
“Pauline en la playa” hasta “Cuento de verano”, nadie ha habido como Éric
Rohmer para describir a través de sus películas las andanzas estivales. Bien
miradas, en realidad cualquiera de ellas valdría para cualquiera de las
estaciones del año. Pero me refiero ahora a la actual porque en esos títulos
citados, como en otros, la vida veraniega transcurre con sencillez y
naturalidad, hasta los amoríos, exactamente todo lo contrario de lo que nos
sucede ahora.
Con
toda seguridad, ni Pauline ni ninguno de los otros personajes de esas historias
se desplazarían en patinete por sus lugares de veraneo ni, bajo una ropa mínima
y más bien ordinaria, tipo chándal, lucirían tatuajes de dudoso gusto, cuyo fin
no es otro que llamar la atención. Tampoco centrarían el sentido de sus
vacaciones en largos y fatigosos viajes, a ser posible a Japón o a Vietnam,
transoceánicos en todo caso, para hacerse un selfie al lado de la marabunta de turistas o enviar su ubicación a
las familias vía google maps. Ni
Pauline ni Gaspard ni Margot se citarían en ninguno de los cientos de
festivales que nos inundan para asistir a un concierto hiperbólico de la
hiperbólica Rosalía. Tampoco tomarían salmorejo ni beberían tinto de verano. No
tendrían móvil, es decir, no se pasarían las horas de descanso enviando
fotografías, ni emoticonos, ni memes, ni mensajes inútiles a mayor gloria de la
nada que habitaría en sus cabezas. Eso sí, se enamorarían y sufrirían como
cualquier ser humano de cualquier época. Tal vez en ese caso y entonces
anotarían en una agenda rudimentaria la dirección de sus contrapartes y en
septiembre les enviarían una carta con un sello y tendrían que pasar la lengua
por la goma del sobre para cerrarlo. Cosas bastante raras.
Es
difícil, muy difícil, que los jóvenes de este verano de 2019 se entretengan con
el cine de Rohmer. Probablemente, tampoco sus padres, adolescentes eternos, lo
consigan ni las televisiones las programen. Ya no existe ese mundo, a pesar de
que aún quede el amor.
Publicado en La Nueva Crónica, 14 julio 2019
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