Complicado es que a esta edad
acarreada tengamos ya la oportunidad de transfigurarnos en japonés o de tocar
el piano. Como difícil fue unos años atrás mudar en argelino o ser un virtuoso
del violín. Y todo esto, siendo realistas, habiendo razonado de antemano que lo
de Lucien nunca estuvo a nuestro alcance. Cito a Nobuyuki Nakajima, a Djamel
Benyelles y a Serge Gainsbourg porque, además de otros autores, sobre ellos
gravita la mayor parte y la más notable colección de cantables de Jane Birkin.
Naturalmente, Gainsbourg
estuvo en el origen y permanece como lo hace siempre la fealdad. Benyelles nos ofreció
la oportunidad de recuperar el cancionero primitivo con acento oriental, en una
recreación que nos pareció extraordinaria y que juzgábamos como definitiva. Por
último, Nakajima
nos descubrió que restaba aún el arreglo orquestal y que su resultado vendría a
ser una especie de colofón formidable para esa obra compartida por la eterna
pareja.
De modo que uno hubiera deseado
antes que nada tener el don de la música para haberle ofrecido algo a esta
mujer, algo exquisito quiero decir. Así lo entendimos Santos y yo cuando,
jóvenes umbralianos, construíamos a medias nuestra mitología. Porque lo que no
se puede pretender, convinimos, es que un señor de provincias, españolas, por
muy buen expediente académico de que disponga y por mucho currículum que se
haya labrado con los años vaya a conseguir un salvoconducto para profanar los
palacios más íntimos de Madame Birkin. No hubo, pues, licencia ni hubo
habilidades musicales. Como ocurre con otras muchas facetas dignas de la vida
que se convierten en inalcanzables, nos ceñimos a lo literario y, dentro de
ello, a la devoción por el mito, el real y el fabulado, que es una de las más
nobles obligaciones del individuo frente a lo ordinario.
Mas el mito al fin habitó entre
nosotros. Santos, estoy seguro, habría sido feliz esa noche del mes de julio en
el Jardín Botánico de la Universidad Complutense. Habría llegado a la cita
sobrado de tiempo para reconocer debidamente el espacio, que es la obligación
de todo buen actor. Se habría confundido entre el público primero, como uno más
pero sabiéndose singular, y después se habría acomodado tranquilamente en la
fila cinco, ni muy cerca como para enfermar, ni muy lejos como para no sentirse
parte fundamental de la representación. A ojos extraños, parecería tal vez
ausente pues apenas habría expresado emoción durante el concierto, pero
guardaría en su bitácora, junto a la brújula de la existencia, todos los
detalles de la ceremonia: la imagen inusual de una orquesta compuesta
exclusivamente por mujeres; Nakajima a un lado, dueño naturalmente del piano;
el deambular ligero de Jane B de un lado a otro del escenario; el repertorio
sin mácula; los muy escasos parlamentos (“cher España”, dijo; lo que incluía
seguramente Palomares); sus interminables adioses y los bises; y el vacío
final.
Santos y yo habríamos hablado de
todo ello en el tren de regreso y quizá habría aprovechado ese instante para
anunciarme su intención de escribir una serie de cartas dirigidas a ella, donde
incluiría todas nuestras memorias a ella misma debidas. Que las titularía con
los nombres que la revolución francesa dio a los meses y que intentaría que se
publicasen en algún medio digital de los que ahora se llevan. Me preguntaría mi
opinión al respecto y yo le respondería que me sonaba a historia conocida.
En fin, lo cierto es que, entre unas
y otras derivas, en el verano de 2019 nos dejamos de ensueños, compartimos en
vivo los setenta y dos años de JB
y, sí, también nosotros nos hicimos definitivamente mayores. O dicho de un modo
más adecuado a lo que escuchamos esa noche: “Cette chanson Les feuilles mortes s’efface de mon souvenir et ce jour là nos
amours mortes en auront fini de mourir”.
Publicado en Tam Tam Press, 7 agosto 2019
Maravilloso artículo, me quito el sombrero.
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