Blog de Ignacio Fernández

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miércoles, 7 de agosto de 2019

Epílogo


            Complicado es que a esta edad acarreada tengamos ya la oportunidad de transfigurarnos en japonés o de tocar el piano. Como difícil fue unos años atrás mudar en argelino o ser un virtuoso del violín. Y todo esto, siendo realistas, habiendo razonado de antemano que lo de Lucien nunca estuvo a nuestro alcance. Cito a Nobuyuki Nakajima, a Djamel Benyelles y a Serge Gainsbourg porque, además de otros autores, sobre ellos gravita la mayor parte y la más notable colección de cantables de Jane Birkin. Naturalmente, Gainsbourg estuvo en el origen y permanece como lo hace siempre la fealdad. Benyelles nos ofreció la oportunidad de recuperar el cancionero primitivo con acento oriental, en una recreación que nos pareció extraordinaria y que juzgábamos como definitiva. Por último, Nakajima nos descubrió que restaba aún el arreglo orquestal y que su resultado vendría a ser una especie de colofón formidable para esa obra compartida por la eterna pareja.

            De modo que uno hubiera deseado antes que nada tener el don de la música para haberle ofrecido algo a esta mujer, algo exquisito quiero decir. Así lo entendimos Santos y yo cuando, jóvenes umbralianos, construíamos a medias nuestra mitología. Porque lo que no se puede pretender, convinimos, es que un señor de provincias, españolas, por muy buen expediente académico de que disponga y por mucho currículum que se haya labrado con los años vaya a conseguir un salvoconducto para profanar los palacios más íntimos de Madame Birkin. No hubo, pues, licencia ni hubo habilidades musicales. Como ocurre con otras muchas facetas dignas de la vida que se convierten en inalcanzables, nos ceñimos a lo literario y, dentro de ello, a la devoción por el mito, el real y el fabulado, que es una de las más nobles obligaciones del individuo frente a lo ordinario.

            Mas el mito al fin habitó entre nosotros. Santos, estoy seguro, habría sido feliz esa noche del mes de julio en el Jardín Botánico de la Universidad Complutense. Habría llegado a la cita sobrado de tiempo para reconocer debidamente el espacio, que es la obligación de todo buen actor. Se habría confundido entre el público primero, como uno más pero sabiéndose singular, y después se habría acomodado tranquilamente en la fila cinco, ni muy cerca como para enfermar, ni muy lejos como para no sentirse parte fundamental de la representación. A ojos extraños, parecería tal vez ausente pues apenas habría expresado emoción durante el concierto, pero guardaría en su bitácora, junto a la brújula de la existencia, todos los detalles de la ceremonia: la imagen inusual de una orquesta compuesta exclusivamente por mujeres; Nakajima a un lado, dueño naturalmente del piano; el deambular ligero de Jane B de un lado a otro del escenario; el repertorio sin mácula; los muy escasos parlamentos (“cher España”, dijo; lo que incluía seguramente Palomares); sus interminables adioses y los bises; y el vacío final.

            Santos y yo habríamos hablado de todo ello en el tren de regreso y quizá habría aprovechado ese instante para anunciarme su intención de escribir una serie de cartas dirigidas a ella, donde incluiría todas nuestras memorias a ella misma debidas. Que las titularía con los nombres que la revolución francesa dio a los meses y que intentaría que se publicasen en algún medio digital de los que ahora se llevan. Me preguntaría mi opinión al respecto y yo le respondería que me sonaba a historia conocida.

            En fin, lo cierto es que, entre unas y otras derivas, en el verano de 2019 nos dejamos de ensueños, compartimos en vivo los setenta y dos años de JB y, sí, también nosotros nos hicimos definitivamente mayores. O dicho de un modo más adecuado a lo que escuchamos esa noche: “Cette chanson Les feuilles mortes s’efface de mon souvenir et ce jour là nos amours mortes en auront fini de mourir”.

Publicado en Tam Tam Press, 7 agosto 2019

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