Si
se lee la prensa y se repasan los nombres que protagonizan buena parte de los
titulares, sus rasgos personales y peripecias públicas, es muy probable que se
llegue a dudar de si lo que se tiene entre manos es un periódico o una novela
de terror para entretener estos tiempos estivales. Más aún, si se comparan
dichos nombres con otros que los precedieron, sus biografías y sus
pensamientos, de lo que no habrá dudas es de que esta edad que vivimos es una
edad bruta, que no cesa de incorporar nuevos monstruos a la escena, como
sucedía en aquellas horribles paradas circenses de siglos atrás: hombres
elefantes, mujeres barbudas y demás seres deformes exhibidos sin pudor.
El
contraste de nombres entre el antes y el ahora ilustra
también el contraste entre constructores que fueron de utopías y los que hoy se
encargan del diseño de las nuevas distopías. Difícil es encontrar en nuestra
edad nombres como los de Jean Monnet, Willy Brandt, Simone Weill, Nelson
Mandela, Fidel Castro, Antonio Gramsci…, independientemente de sus aciertos
prácticos. Si acaso lo que cabe suponer es que serán probablemente mujeres las
constructoras de las nuevas utopías. Con ello, entiéndase bien, no decimos que
el tiempo pasado haya sido mejor. Sería un error gravísimo y una enfermedad
nostálgica. No olvidemos que el siglo XX fue también un siglo letal, “un siglo
tempestuoso”, según tituló su último libro el historiador Álvaro Lozano. Pero
es verdad que la Contemporánea fue una edad para la creación de utopías, lo cual,
a juzgar por sus protagonistas, no parece ser el signo del presente ni el del
inmediato porvenir.
A nadie debe extrañar, pues, que en
esta España nuestra sean también los nombres, sus cualificaciones e
incompatibilidades, las razones últimas de la política, muy por delante de
otras coyunturas muchos más sustanciales. Y en esto no somos diferentes de
otros lugares: también aquí se ha producido, se produce de día en día, una
severa degeneración de la onomástica y de sus encarnaciones.
Publicado en La Nueva Crónica, 4 agosto 2019
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