Hemos
sabido recientemente que el ferrocarril perdió el año pasado en España 17
millones de pasajeros, un 2’8% respecto al año anterior. También el transporte
de mercancías se hundió un 3’13%. Son datos que debieran preocuparnos sobre
todo en un entorno en el que pugnan con ímpetu lo individual y lo colectivo, lo
privado y lo público, lo insostenible y lo soportable, así en el ámbito de los
transportes como en todo género de situaciones. Cierto que una única anualidad
no es referencia suficiente para extraer conclusiones y habrá que esperar a ver
qué ocurre en 2020, año en el que sin duda algo muy negativo sucederá también
en ese mismo campo como consecuencia de la enfermedad que ahora mismo todo lo
envuelve. Habrá que ver y habrá que esperar tiempos normales, pero por el
momento cabe pensar en cierta anomalía en el comportamiento de pasajeros y
mercaderes y, probablemente, en los operadores.
De
momento, sabemos también que a Renfe le costaron más de cinco millones de euros
las indemnizaciones a las que tuvo que hacer frente sólo por retrasos del AVE
en ese año 2019. Sumemos a ello las de otro tipo de sucesos y en otro tipo de
servicios, no siempre imprevisibles. Encontraremos ahí, con toda probabilidad,
uno de los motivos para el desánimo de las personas usuarias que acaban
llevándolas a la deserción. Las conexiones y desconexiones desde la estación de
León son muy vistosas en ese sentido: a veces por los elementos, a veces por
desidia, a veces por pura precariedad reiterativa y muchas otras veces por deficiencias
perennes en la infraestructura.
El
escaparate de la alta velocidad ha opacado muchas insuficiencias o las ha
acentuado. En cualquier caso, ha acrecentado nuevas desigualdades entre los
pasajeros de unas y otras líneas y entre territorios según los servicios de los
que se les dote. En eso encuentran su oportunidad la rapiña de algunos vuelos
domésticos y la competencias de ciertas compañías de autobús. O, mucho peor
aún, la melancolía del vehículo privado.
Publicado en La Nueva Crónica, 15 marzo 2020
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