A
pesar de su advenimiento vírico, las mascarillas han llegado para quedarse.
Pasarán los virus dichosos y vendrán otras enfermedades modernas para alimentar
los miedos, pasará esta locura tan propia de los tiempos confusos que nos han
tocado e incluso pasará a la gloria del periodismo Lorenzo Milá gracias a sus
informaciones desde el norte de Italia, pero las mascarillas no pasarán. Al
contrario, los hacedores de complementos se frotan las manos ante el nuevo nicho de negocio (se dice así
ahora) y ya el marketing se ha lanzado sobre esta materia con el mismo afán
corrosivo de los virus reales o ficticios. Nadie sabe.
Lo
cierto es que el campo de los complementos, es decir, de lo superfluo, es uno
de los sectores de la economía más dinámico e innovador, poco importa a lo que
atendamos de todo ese universo. Los móviles, por ejemplo, y todas sus
adyacencias: fundas, carcasas, soportes, cintas y
brazaletes, auriculares bluetooth,
kits de carga o para coche, películas protectoras de pantalla, adaptadores USB,
dispositivos para manos libres, líquidos para pulir pantallas táctiles,
altavoces, etcétera, etcétera. Así hasta un sinfín de elementos más o menos
prescindibles que colaboran, he ahí el truco de los complementos, para que nuestras
ataduras al teléfono sean firmes y sin solución.
Pero hablábamos de mascarillas
faciales, esos artilugios que pretenden contener bacterias provenientes de la
nariz o de la boca. Ya vivían con nosotros y cada eran más comunes en las
calles, sobre todo en ciudades sometidas a contaminaciones severas. La actual
extensión del pánico, que siempre deja algún tipo de huella, las convertirá en
perennes por pura acción preventiva a la que también llaman los ministerios de
nuestra salud o nosotros mismos sin más o la internet, de todo hay. Y ésa será
nuestra condena comercial, a ver si iba alguien a creer que no se fijarían en
ello los pensadores del liberalismo y sus mercaderes. El catálogo de
posibilidades es inmenso. Preparémonos para el fin.
Publicado en La Nueva Crónica, 1 marzo 2020
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