A
base de golpes en el pecho y letanías –por mi culpa, por mi culpa, por mi
grandísima culpa…– llevamos como poco veinte siglos cargándonos de razones para
justificar nuestras visitas al confesor, antes, o al psicólogo, más
recientemente. Ese sentimiento de responsabilidad vinculado al daño causado es
uno de los principales arbotantes de casi toda religión y, por extensión, de lo
que podemos considerar cultura religiosa, de la que nadie está exento. Menos
aún en un país como el nuestro, donde hubo cuarenta años, y ahí nos educamos
una gran mayoría, en los que el nacionalcatolicismo se encargó de grabarnos a
fuego en los adentros esa imputación. Esto explica buena parte de nuestro
masoquismo individual, que se resuelve, como he indicado, bien en el confesor,
bien en el psicólogo.
Pero
la culpa tiene truco, sobre todo en situaciones hostiles, y resulta un comodín
muy apropiado precisamente para evadir responsabilidades o atribuírselas al
contrario. En materia política en particular es utilísima. Mucho más todavía en
tiempos de fatalidad como los presentes, aunque no tenga que ser
obligatoriamente sólo en tales circunstancias: el sadismo de algunos individuos
no tiene límites. Esa estrategia, conjugada con lo que decíamos más arriba, se
muestra idónea al cabo para generar un estado colectivo de acusación, de bilis
y de adhesiones gratuitas inquebrantables. Naturalmente, con muertos sobre la
mesa, hacia lo que algunos necrófilos suelen llevarnos sin ningún escrúpulo, la
culpa se convierte en estigma perpetuo y desinfecta conciencias como la mejor
de las lejías.
Un
hombre sabio recientemente fallecido, el futbolista Michael Robinson, decía,
entre otras muchas de sus jugosas sentencias, que “necesitamos al diferente
para culparlo de todo”. Lo del diferente es fundamental, sea quien sea, incluso
el cha cha cha, porque nos libera de lo nuestro y nos salva de toda sospecha.
Incluso nos evita acudir al confesor o al psicólogo. Basta un infundio y todos
limpios de polvo y paja.
Publicado en La Nueva Crónica, 3 mayo 2020
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