Era
inevitable volver sobre “Tiempo de silencio”, la gran novela de Luis Martín
Santos: “…nos arrastramos y nos vamos yendo hacia el sitio donde tenemos que
ponernos silenciosamente a esperar silenciosamente que los años vayan pasando y
que silenciosamente nos vayamos hacia donde se van todas las florecillas del
mundo…”
Pues
sí, volver sobre el tiempo de silencio era natural cuando nos escondimos en las
casas y cuando el suelo dejó de temblar, según cuentan los sismólogos, y cuando
hubo una caída súbita en los niveles de ruido, según refieren los ingenieros, y
cuando por semana santa se produjo el momento más silencioso de los últimos
años, según relatan los medidores de ondas, y cuando el descenso de la
contaminación acústica fue de tal magnitud que llegamos a creer que sería así
por siempre en la nueva normalidad.
Mas
no podía, no debía ser cierto. Fue apenas un paréntesis tan irreal como la vida
que vivíamos así callados, así refugiados, así inquietos. Cómo habría de ser
tal en un país donde lo que siempre prevalece es la barahúnda, el alboroto y el
lío. Se encargaron enseguida de devolvernos a nuestro ser los animadores de
vecindarios con sus altavoces y su música estridente; les acompañaron pronto
las discusiones parlamentarias con sus improperios, sus tonos agrios y su
retórica espinosa; y les siguieron por fin las cacerolas y los gritos, nuestra
esencia patria nunca superada, el unto del gen español.
La
barahúnda, sí, el ruido, la confusión y el desorden grandes. El barullo no sólo
de palabras, también de fases, de órdenes, de mascarillas, de pruebas, de
cifras, de expertos, de noticias, de bulos, de mensajes, de colas, de
expedientes, de alarmas, de vacunas y de dramas, la mayor parte de ellos
sumidos en el silencio. No sé a estas alturas qué echaremos más de menos, si la
muy antigua normalidad o si los días de clausura, cuando los ritmos sosegados
invitaban inevitablemente a la lectura y al aislado gozo de un aplauso
solidario y compartido desde la ventana.
Publicado en La Nueva Crónica, 24 mayo 2020
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